Blog de Derecho de los Consumidores
13 julio 2018
Las personas jurídicas y las cláusulas abusivas
Por Rubén Carballo
I
Es de sobra conocida la doctrina relativa al doble control de transparencia sobre las condiciones generales de la contratación: el primero, el denominado control de incorporación, y el segundo, el propiamente llamado control de transparencia, o control de transparencia “material”.
El control de inclusión se fundamenta, principalmente, en los arts. 5 y 7 de la Ley de Condiciones Generales de la Contratación (LCGC), por lo que es de aplicación cualquiera que sea el destinatario del contrato celebrado con la empresa predisponente; pero el control de transparencia está reservado a contratos en los que el adherente es un consumidor, toda vez que se fundamenta en la regulación contenida en el texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (LGDCU).
Resumidamente, en lo que hace al primero de los controles, el predisponente ha de cumplir una serie de requisitos para que las condiciones generales se consideren correctamente incorporadas al contrato. En este sentido, la redacción de las cláusulas deberá ajustarse a los criterios de transparencia, claridad, concreción y sencillez, por lo que no quedarán incorporadas al contrato las que sean ilegibles, ambiguas, oscuras e incomprensibles.
Para superar el segundo de los controles, no solo es necesario que las cláusulas estén redactadas de forma clara y comprensible, sino también que el adherente –consumidor- pueda tener un conocimiento real de las mismas, de forma que pueda prever, con base en criterios precisos y comprensibles, sus consecuencias económicas y jurídicas. En suma, con el control de transparencia material se pretende impedir el agravamiento de la carga económica que una condición general de la contratación puede suponer ya de por sí para el consumidor, en casos en los que la cláusula, no obstante, sí haya superado los requisitos de incorporación. Téngase en cuenta que tal consecuencia económica o jurídica ha podido pasar inadvertida –lo que es bastante habitual- por el tratamiento inadecuado o secundario prestado por la empresa predisponente, que no ha facilitado al consumidor una información clara y adecuada sobre las consecuencias jurídicas y económicas de esa cláusula en concreto.
II
Sentado lo anterior, ¿puede ser consumidora una persona jurídica?
El párrafo segundo del artículo 3 TRLGCU establece que “son también consumidores a efectos de esta norma las personas jurídicas y las entidades sin personalidad jurídica que actúen sin ánimo de lucro en un ámbito ajeno a una actividad comercial o empresarial.” Efectivamente, si bien la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios de 1984 ponía la atención en el destino final de los bienes o servicios, el TRLGCU lo hace en que la celebración del contrato se realice en un ámbito ajeno a la actividad empresarial de la persona jurídica. Y, en el mismo sentido, la jurisprudencia del TJUE ha evolucionado hacia una posición que tiende a ampliar el concepto de consumidor, o por lo menos a contextualizarlo de una manera más abierta, de modo que si bien en un principio distinguía según el destino final de los bienes o servicios fuera el consumo privado o su aplicación a actividades profesionales o comerciales, las resoluciones más recientes contienen una una interpretación más flexible del concepto de consumidor, sobre todo cuando se trata de aplicar la Directiva 93/13/CEE, de 5 de abril 1993, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores.
Así, nada obsta al reconocimiento de la condición de consumidor de una persona jurídica siempre que el ámbito objetivo del negocio jurídico sea ajeno a su actividad empresarial, con independencia de la personalidad del contratante. Véase que el propio TS viene poniendo el foco de atención en el destino de la operación y no en las condiciones subjetivas del contratante, lo que resulta de aplicación cuando el adherente es una persona jurídica. Así se ha tomado en consideración, mutatis mutandis, por el TS en diversas resoluciones, como la Sentencia 367/2016, de 3 de junio.
III
Es notorio que multitud de pequeñas empresas que albergan negocios familiares, actividades profesionales de muy pocos trabajadores, o incluso sociedades que se constituyen para fines distintos a una actividad negocial continuada, están en un plano de clara inferioridad respecto a grandes corporaciones que emplean condiciones generales de la contratación en sus relaciones con aquéllas. Por ello, a mi juicio, no se justifica que con base en una cualidad personal objetiva del adherente, sea excluido sin más de la normativa más protectora respecto a situaciones de clara preponderancia y, en ocasiones, de abuso, ya que supone penalizar a unas personas –incluso a una sola persona, de haber constituido una sociedad unipersonal- por el mero hecho de agruparse bajo una sola personalidad jurídica.
Para determinar la posibilidad de calificar como consumidor a una persona jurídica, debemos tener en cuenta que, de ser una sociedad de capital, la carga de la prueba pesa sobre ella, ya que se presupone el ánimo de lucro (art. 116 Código de Comercio), y para ello, deberá acreditar que el negocio jurídico concertado se celebró para una finalidad distinta a la empresarial, esto es, que no se celebró en ejecución de su objeto social: por ejemplo, que el bien adquirido no se incorporó al proceso productivo de la empresa; que el préstamo se solicitó para la compra de la vivienda habitual de su socio único; o incluso que la persona jurídica carece de actividad mercantil –supuestos en que su finalidad única es el ahorro, por ejemplo-.
También debemos considerar que “en materia de protección de consumidores los controles de transparencia y abusividad tienen que realizarse en el momento en que se celebra el contrato con condiciones generales, ya que afectan a la prestación del consentimiento.” (sic S.T.S. 639/2017), siendo irrelevante a estos efectos todo acto posterior de la persona jurídica.
IV
De todos modos, si la persona jurídica no ostenta la condición de consumidora, y no es aplicable, por tanto, la doctrina del doble control de transparencia, debemos tener en consideración lo que a continuación se expone.
En primer lugar, el control de incorporación de legibilidad y gramaticalidad de las condiciones generales de la contratación sigue vigente, ya que como dice la Sentencia del TSde 3 de junio de 2016, “tanto si el contrato se suscribe entre empresarios y profesionales como si se celebra con consumidores, las condiciones generales pueden ser objeto de control por la vía de su incorporación a tenor de lo dispuesto en los artículos 5.5 LCGC -“la redacción de las cláusulas generales deberá ajustarse a los criterios de transparencia, claridad, concreción y sencillez”- y 7 LCGC -no quedarán incorporadas al contrato las siguientes condiciones generales: a) Las que el adherente no haya tenido oportunidad real de conocer de manera completa al tiempo de la celebración del contrato (…); b) Las que sean ilegibles, ambiguas, oscuras e incomprensibles (…).-“
En segundo lugar, tal y como señala, entre otras, la Sentencia del TS de 2 noviembre 2017, “las condiciones generales insertas en contratos en los que el adherente no tiene la condición legal de consumidor o usuario, cuando reúnen los requisitos de incorporación, tienen, en cuanto al control de contenido, el mismo régimen legal que las cláusulas negociadas, por lo que operan como límites externos de las condiciones generales los mismos que operan para las cláusulas negociadas, fundamentalmente los previstos en el art. 1.255 y en especial las normas imperativas, como recuerda el artículo 8.1 LCGC.”
Así, la Sentencia del TS de 3 de junio de 2016 establece que “los arts. 1.258 C.C. y 57 CCom, establecen que los contratos obligan a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe. Para ello, puede considerarse que la virtualidad del principio general de buena fe como norma modeladora del contenido contractual, capaz de expulsar determinadas cláusulas del contrato, es defendible, al menos, para las cláusulas que suponen un desequilibrio de la posición contractual del adherente, es decir, aquellas que modifican subrepticiamente el contenido que el adherente había podido representarse como pactado conforme a la propia naturaleza y funcionalidad del contrato; en el sentido de que puede resultar contrario a la buena fe intentar sacar ventaja de la predisposición, imposición y falta de negociación de cláusulas que perjudican al adherente. Así, el art. 1.258 C.C. ha sido invocado para blindar, frente a pactos sorprendentes, lo que se conoce como el contenido natural del contrato (las consecuencias que, conforme a la buena fe, y según las circunstancias -publicidad, actos preparatorios, etc- se derivan de la naturaleza del contrato).”
En esa línea, puede postularse la nulidad de determinadas cláusulas que comportan una regulación contraria a la legítima expectativa que, según el contrato suscrito, pudo tener el adherente (sentencias 849/1996, de 22 de octubre; y 1141/2006, de 15 de noviembre). Esta conclusión es acorde con las previsiones de los Principios de Derecho Europeo de los Contratos, formulados por la Comisión de Derecho Europeo de los Contratos, que establecen el principio general de actuación de buena fe en la contratación, y prevén la nulidad de cláusulas abusivas sea cual fuere la condición (consumidor o no) del adherente, entendiendo por tales las que “causen, en perjuicio de una parte y en contra de los principios de la buena fe, un desequilibrio notable en los derechos y obligaciones de las partes derivados del contrato.”
En resumen, concluye el TS que ni el legislador comunitario ni el español han dado el paso de ofrecer una modalidad especial de protección al adherente no consumidor, más allá de la remisión a la legislación civil y mercantil general sobre respeto a la buena fe y el justo equilibrio en las prestaciones para evitar situaciones de abuso contractual; y no corresponde a los tribunales su configuración dado que no se trata de una laguna legal que haya que suplir mediante la analogía, sino de una opción legislativa que, en materia de condiciones generales de la contratación, diferencia únicamente entre adherentes consumidores y no consumidores.
RUBÉN CARBALLO
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