04 febrero 2021
José Manuel Liaño: “A los 99 años, espero todavía poder seguir trabajando como abogado”
Por Andrea Pintos
El Colegio de Abogados de A Coruña ha rendido un homenaje recientemente a José Manuel Liaño, por sus 75 años de colegiación. A sus 99 años de edad es el abogado en activo más veterano de España.
Su dilatada carrera comienza en la Universidad de Santiago de Compostela donde estudió Derecho en los años 40. A posteriori, fue nombrado por el entonces alcalde, Eduardo Ozores Arraiz, como concejal de La Coruña. En 1976 se convirtió en alcalde de La Coruña, pero tres años después lo dejó para dedicarse al ejercicio de la abogacía. Tiene en su currículum haber sido el abogado de la causa más larga de España, con una duración de 50 años. Confiesa que el mejor consejo que daría a los letrados que empiezan es que la Justicia, la defensa y los argumentos son las marca de un buen abogado.
- ¿Qué le queda por hacer en el mundo de la abogacía?
A los 99 años, espero todavía poder seguir trabajando como abogado. Creo que lo que impera dentro de mí es el “todavía”. Espero muy temprano la amanecida del día con la salida del sol, todavía espero con ilusión la llegada de los clientes que vienen al despacho, todavía estudio con el máximo interés para intentar encontrar la solución a los problemas legales a los que tengo que enfrentarme de los asuntos pendientes, todavía puedo disfrutar de la compañía de mis cuatro hijos, ocho nietos y once bisnietos y todavía tengo la curiosidad de la lectura -que es mi gran pasión -.
- ¿Cómo se siente al ser el abogado más longevo en activo en España?
Me siento privilegiado por representar en este momento a una generación de juristas y abogados de los que fui testigo como alumno, discípulo y compañero. Es verdad, he tenido tiempo para ser testigo de muchos y de mucho. Testigo de un ayer cada vez más largo y, desde luego, fascinante. De personas, muchas de ellas que ya no están; de épocas, de modas, de contextos, de novedades legislativas, de sentencias que parecía que iban a cambiar la faz de la Tierra. De procesos políticos y de profundas transformaciones sociales. He vivido muchas experiencias y por fortuna tengo memoria para recordarlas.
- ¿Cómo ha cambiado el ejercicio de la abogacía en estos años?
Los que teníamos como herramientas principales los tomos de Aranzadi, el Brocá y Majada, y nuestro vademécum que eran las leyes civiles y procesales de Medina y Marañón, en aquella justicia artesanal de los años 40, 50 y 60, debimos adaptarnos a un Derecho que de pronto se constitucionalizó, se descodificó, se ramificó de manera exuberante, se autonomizó, se europeizó, y se digitalizó. Llegaron las “bases de datos” jurisprudenciales y legislativas que al principio nos parecían una rareza, y los “blogs jurídicos” en los que se encuentra de todo, lo bueno y lo malo mezclado. Del papel de calco se transitó al envío por “lexnet”, pasando por la fotocopiadora, el fax, la impresora y el envío telemático.
- ¿Usted prefiere la forma de trabajar de ahora o la de antaño?
De la pasantía paciente que servía para la transmisión no solo de los conocimientos, sino también del oficio, se ha pasado al master profesionalizante; del abogado generalista a la superespecialización; sobre todo, del protagonismo del abogado se ha pasado al protagonismo del despacho. Y si bien es cierto que para determinado tipo de asuntos y de clientes los grandes despachos ofrecen las mejores prestaciones, hay otro mundo de litigios y pleitos en los que la confianza personal y directa entre el abogado, sus colaboradores y el cliente son el entorno más adecuado.
- ¿Cuál es el caso más complicado al que se ha enfrentado?
He ganado asuntos, perdido y empatado, entendido esto último en aquellos casos en que reclamando una cantidad, una indemnización o por una expropiación obtenías menos de lo reclamado, aunque substancialmente provechoso para el cliente. Poseo el récord de duración de un pleito: 50 años. Comenzó después de que solicitara la excedencia como juez, en 1950, y terminó en el 2000. Se trataba de un pleito por herencia, en la que un padre que vivía con uno de sus hijos, le hizo escritura pública ante notario para venderle todos sus bienes en 1917. Después del fallecimiento del progenitor, los demás hermanos -que desconocían la existencia de esa escritura- se enteraron de que no les había quedado nada, y una de ellas acudió a mí para encargarme el caso. Tras estudiarlo, consideré que tenía razón y que se trataba de una nulidad absoluta de compraventa no prescrita. Terminé ganando.
- ¿Cómo se compagina la política y la abogacía? ¿Qué anécdota o recuerdos tiene de sus años en la política?
Lo fundamental para mí fue siempre el ejercicio de la abogacía. El desempeño de ambas, con la Procuraduría en Cortes y Alcaldía, no resultó incompatible, aunque exigía un doble trabajo, máxime cuando de la política no percibías compensación económica alguna, salvo las 15.000 pesetas mensuales de Procurador en Cortes. Fue anecdótico que con ocasión de discutirse el proyecto de ley de Ordenación Marisquera, de la que fui enmendante por su gran importancia para Galicia, ante mis largos razonamiento para la aprobación de esta ley, la Prensa del día siguiente manifestó que “el Procurador Sr. Liaño Flores hubiera conseguido antes el voto favorable para sus enmiendas, si en vez de su profunda argumentación, hubiese repartido entre los demás miembros de la Comisión los buenos y excelentes mariscos de las rías gallegas”.
- ¿Se podía ayudar más desde el ejercicio de la abogacía?
Muchas dudas plantea esta pregunta a la que solo puedo responder diciendo que un abogado es un experto en Derecho que ha de ofrecer soluciones defendibles ante un tribunal y mi experiencia me ha dado una visión peculiar de los procesos sociales, y me ha hecho ser consciente del dificilísimo transito que media desde una buena idea hasta su realización para mejorar la vida de la gente.
Aunque en cada pleito el abogado, sin duda, se debe al interés de su cliente, más que a la ley, tengo que decir que el resultado global, después de un largo recorrido en las “corredoiras” legales, es mi convicción en el valor del Derecho, concebido como un patrimonio social de reglas y criterios civilizatorios. No hay sociedad sana, ni democracia, ni prosperidad, sin un Derecho que sujete el entramado. Por eso, pese a tantas decepciones singulares por las que se atraviesa ocasionalmente, soy un ferviente convencido del valor de la ley, del Derecho y de la Administración de Justicia. Incluso de las leyes que no me gustan, y pese a la hipertrofia legislativa de nuestro tiempo. Hay muchas estrecheces, lo sé, en la Administración de Justicia, pero ¿Qué seríamos, no ya los abogados, sino los ciudadanos, sin un Estado de Derecho que ponga límites a la arbitrariedad, y sin una Justicia al servicio de sus derechos?
- ¿Qué les diría a los abogados jóvenes que tienen toda la carrera por delante?
Son 75 años viviendo en contacto con dramas humanos, con mezquindades, con grandezas. Con la naturaleza humana en situaciones por lo general tensas y difíciles. Y todo ello en bruto, cara a cara, como un confidente al que le cuentan lo que debe saberse y lo que no.
A un abogado se va a descargar un problema y a pedir ayuda. Cada uno de los miles de clientes que se han sentado frente a mí para encomendarme un asunto ha traído a mi vida “un renglón torcido” del texto de la vida.
Cuando todo va bien no se acude al abogado a contárselo. Por eso la visión de un abogado es peculiar: acaba acostumbrándose a los accidentes de los demás, a los fracasos, a los errores, al cálculo equivocado, a lo que no se había previsto. A una pugna de intereses que hay que intentar conciliar o disputar. Son, queridos abogados jóvenes, los “renglones torcidos”, sobre los que incesantemente hay que escribir una historia derecha. Por eso al Derecho se le llama Derecho.
Probablemente esta puede ser vuestra mayor contribución a la Justicia: si la Justicia se nutre del juicio, de la controversia, del cruce de argumentos jurídicos o probatorios, el abogado es quien suministra este alimento.
El buen trabajo de abogado produce buenas sentencias, porque habrá exigido del Juez la búsqueda del mejor argumento en Derecho. La jurisprudencia no es sino un compendio de criterios que han ganado reiteradamente juicios. El buen abogado no es el que más enreda, sino el que sabe distinguir los principios jurídicos, sólidos y duraderos, de las ocurrencias. No siempre es fácil porque muchas veces las ocurrencias más inconsistentes vienen expresadas con palabras graves. Justicia, defensa y argumentos, queridos jóvenes abogados, y no negocio, empecinamiento y ardides, esas son las marca de un buen abogado.
Desde mi perspectiva de tantos años de trabajo, quiero deciros que no hay mejor corporativismo que la convicción en la propia dignidad: la que tenemos quienes a diario apostillamos nuestros escritos con la expresión “Es justo”; la que tenemos quienes, en el marco privilegiado de la contradicción y la libre competencia de argumentos dentro del proceso, uno contra otro, cooperamos dialécticamente para que el juez encuentre la mejor solución para el caso.
- ¿Qué le queda por hacer en el mundo de la abogacía?
A los 99 años, espero todavía poder seguir trabajando como abogado. Creo que lo que impera dentro de mí es el “todavía”. Todavía espero muy temprano la amanecida del día con la salida del sol; todavía espero con ilusión la llegada de los clientes que vienen al despacho; todavía estudio con el máximo interés para intentar encontrar la solución a los problemas legales a los que tengo que enfrentarme de los asuntos pendientes; todavía puedo disfrutar de la compañía de mis cuatro hijos, ocho nietos y once bisnietos; y todavía tengo la curiosidad de la lectura -que es mi gran pasión -.
- ¿Cómo se siente al ser el abogado más longevo en activo en España?
Nací en Monforte de Lemos el 15 de noviembre de 1921, y vine a vivir a La Coruña desde mi primer año de edad, por traslado de mi padre, por lo que me siento coruñés de nación; y después de la licenciatura en Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela, donde tuve de maestros a catedráticos tan magníficos, como Barcia Trelles, Antón Oneca, Arias Ramos, Ruiz del Castillo y Legaz Lacambra; aunque había otros que destacaban por su afán memorístico como Tomás Pedret, que exigía los temas de “carrerilla”, y así, por ejemplo, definía y nos obligaba a aprender la Ley de Expropiación Forzosa como la ley de las doce pés: “pérdida propiedad privada, por poder público, previo pago pesetas, para publica promoción”. Al finalizar la licenciatura me incorporo al Colegio de Abogados de La Coruña el 10 de septiembre de 1945 y más tarde por razones de trabajo, al Colegio de Abogados de Madrid en el año 1979, y me siento privilegiado por representar en este momento a una generación de juristas y abogados de los que fui testigo como alumno, discípulo y compañero. Es verdad, he tenido tiempo para ser testigo de muchos y de mucho. Testigo de un ayer cada vez más largo y, desde luego, fascinante. De personas, muchas de ellas que ya no están; de épocas, de modas, de contextos, de novedades legislativas, de sentencias que parecía que iban a cambiar la faz de la Tierra. De procesos políticos y de profundas transformaciones sociales. He vivido muchas experiencias y por fortuna tengo memoria para recordarlas.
- ¿Cómo ha cambiado el ejercicio de la abogacía en estos años?
Los que teníamos como herramientas principales los tomos de Aranzadi, el Brocá y Majada, y nuestro vademécum que eran las leyes civiles y procesales de Medina y Marañón, en aquella justicia artesanal de los años 40, 50 y 60, debimos adaptarnos a un Derecho que de pronto se constitucionalizó, se descodificó, se ramificó de manera exuberante, se autonomizó y se europeizó, y se digitalizó. Llegaron las “bases de datos” jurisprudenciales y legislativas que al principio nos parecían una rareza, y los “blogs jurídicos” en los que se encuentra de todo, lo bueno y lo malo mezclado. Del papel de calco se transitó al envío por “lexnet”, pasando por la fotocopiadora, el fax, la impresora y el envío telemático.
- ¿Usted prefiere la forma de trabajar de ahora o la de antaño?
De la pasantía paciente que servía para la transmisión no solo de los conocimientos, sino también del oficio, se ha pasado al master profesionalizante; del abogado generalista a la superespecialización; sobre todo, del protagonismo del abogado se ha pasado al protagonismo del despacho. Y si bien es cierto que para determinado tipo de asuntos y de clientes los grandes despachos ofrecen las mejores prestaciones, hay otro mundo de litigios y pleitos en los que la confianza personal y directa entre el abogado, sus colaboradores y el cliente son el entorno más adecuado.
- ¿Cuál es el caso más complicado al que se ha enfrentado?
He ganado asuntos, perdido y empatado, entendido esto último en aquellos casos en que reclamando una cantidad, una indemnización o por una expropiación obtenías menos de lo reclamado, aunque substancialmente provechoso para el cliente. Poseo el récord de duración de un pleito: 50 años. Comenzó después de que solicitara la excedencia como juez, en 1950, y terminó en el 2000. Se trataba de un pleito por herencia, en la que un padre que vivía con uno de sus hijos, le hizo escritura pública ante notario para venderle todos sus bienes en 1917. Después del fallecimiento del progenitor, los demás hermanos -que desconocían la existencia de esa escritura- se enteraron de que no les había quedado nada, y una de ellas acudió a mí para encargarme el caso. Tras estudiarlo, consideré que tenía razón y que se trataba de una nulidad absoluta de compraventa no prescrita. Terminé ganando.
- ¿Cómo se compagina la política y la abogacía? ¿Qué anécdota o recuerdos tiene de sus años en la política?
Lo fundamental para mí fue siempre el ejercicio de la abogacía como lo he demostrado en las tres ocasiones más puntuales de mi vida: empecé cursando en la Universidad de Santiago de Compostela en 1939 los estudios de Filosofía y Letras, que luego abandoné para pasar a los cursos de licenciatura en Derecho que terminé en 1942. Hice las oposiciones a judicatura en 1946 y a los cinco años dejé su ejercicio pidiendo la excedencia voluntaria y dedicándome a la abogacía. Y ejerciendo el cargo de Alcalde de La Coruña desde 1976 a 1979, abandoné definitivamente la política, para dedicarme de lleno y exclusivamente al ejercicio de la Abogacía. El desempeño de ambas, con la Procuraduría en Cortes y Alcaldía, no resultó incompatible, aunque exigía un doble trabajo, máxime cuando de la política no percibías compensación económica alguna, salvo las 15.000 pts. mensuales de Procurador en Cortes. Fue anecdótico que con ocasión de discutirse el proyecto de ley de Ordenación Marisquera, de la que fui enmendante por su gran importancia para Galicia, ante mis largos razonamiento para la aprobación de esta ley, la Prensa del día siguiente manifestó que “el Procurador Sr. Liaño Flores hubiera conseguido antes el voto favorable para sus enmiendas, si en vez de su profunda argumentación, hubiese repartido entre los demás miembros de la Comisión los buenos y excelentes mariscos de las rías gallegas”. Otra anécdota, como Alcalde, ocurrió al situar yo a un Guardia municipal frente al Palacio de Justicia, como deseo expreso de la Alcaldía por la buena marcha de los servicios materiales de la justicia, único edificio judicial que existía entonces, para controlar el acceso con vehículos que entonces se realizaba en la Plaza de Galicia, al que llegó ese mismo día el Juez de guardia, quien aparcando su coche allí mismo se dirigió al Juzgado, ante lo que el citado Guardia le recriminó a gritos por la distancia en que se encontraba que no podía aparcar allí, contestándole éste “que era el Juez de guardia”, a lo que le replicó aquel que “aunque fuera hijo de un guardia, no podía aparcar”. Se produjo el conflicto consiguiente que provocó mi intervención y la del Presidente de la Audiencia Territorial, máxima autoridad judicial en aquel tiempo, que logramos resolver pacíficamente el incidente, porque el Juez quería procesar al Guardia municipal, y el Guardia quería multar al Juez.
- ¿Se podía ayudar más desde el ejercicio de la abogacía?
Muchas dudas plantea esta pregunta a la que solo puedo responder diciendo que un abogado es un experto en Derecho que ha de ofrecer soluciones defendibles ante un tribunal y mi experiencia me ha dado una visión peculiar de los procesos sociales, y me ha hecho ser consciente del dificilísimo tránsito que media desde una buena idea hasta su realización para mejorar la vida de la gente.
Aunque en cada pleito el abogado, sin duda, se debe al interés de su cliente, más que a la ley, tengo que decir que el resultado global, después de un largo recorrido en las “corredoiras” legales, es mi convicción en el valor del Derecho, concebido como un patrimonio social de reglas y criterios civilizatorios. No hay sociedad sana, ni democracia, ni prosperidad, sin un Derecho que sujete el entramado. Por eso, pese a tantas decepciones singulares por las que se atraviesa ocasionalmente, soy un ferviente convencido del valor de la ley, del Derecho y de la Administración de Justicia. Incluso de las leyes que no me gustan, y pese a la hipertrofia legislativa de nuestro tiempo. Hay muchas estrecheces, lo sé, en la Administración de Justicia, pero ¿qué seriamos, no ya los abogados, sino los ciudadanos, sin un Estado de Derecho que ponga límites a la arbitrariedad, y sin una Justicia al servicio de sus derechos?
- ¿Qué les diría a los abogados jóvenes que tienen toda la carrera por delante?
Les digo que mi vida ha quedado marcada por esta dedicación. Alguna vez he dicho que la abogacía ha sido el eje principal de mi vida; ser abogado, y serlo de largo recorrido, le ofrece a uno una peculiar y privilegiada, perspectiva sobre la sociedad y la justicia. Esto lo he ido comprendiendo con el tiempo. No solo se ven las cumbres (es decir, las sentencias), sino también los valles. Sin los valles, donde se forma la “infrahistoria”, no hay agricultura, decía Ortega y Gasset.
Son 75 años viviendo en contacto con dramas humanos, con mezquindades, con grandezas. Con la naturaleza humana en situaciones por lo general tensas y difíciles. Y todo ello en bruto, cara a cara, como un confidente al que le cuentan lo que debe saberse y lo que no.
A un abogado se va a descargar un problema y a pedir ayuda. Cada uno de los miles de clientes que se han sentado frente a mí para encomendarme un asunto ha traído a mi vida “un renglón torcido” del texto de la vida.
Cuando todo va bien no se acude al abogado a contárselo. Por eso la visión de un abogado es peculiar: acaba acostumbrándose a los accidentes de los demás, a los fracasos, a los errores, al cálculo equivocado, a lo que no se había previsto. A una pugna de intereses que hay que intentar conciliar o disputar. Son, queridos abogados jóvenes, los “renglones torcidos”, sobre los que incesantemente hay que escribir una historia derecha. Por eso al Derecho se le llama Derecho.
Probablemente esta puede ser vuestra mayor contribución a la Justicia: si la Justicia se nutre del juicio, de la controversia, del cruce de argumentos jurídicos o probatorios, el abogado es quien suministra este alimento.
Cada encargo profesional es el endoso de un problema. Y la primera y fascinante tarea del abogado es la de traductor: entender cuál es el problema, ponerle nombre en Derecho y contrastarlo con las categorías jurídicas, que no son sino monumentos construidos con las piedras en las que otros han venido tropezando. Esa primera entrevista con el cliente, cuando aún no sabes si te va a hablar de una letra de cambio, de un crimen o de un lugar acasarado, es querido joven abogado, quizás, lo más fascinante de todo. Pronto viene la segunda tarea: el diagnostico. Cuantas malas noticias tiene que dar un abogado, cuando concluye que no hay vías para que el cliente se salve de lo que teme o consiga lo que desea.
El buen trabajo de abogado produce buenas sentencias, porque habrá exigido del Juez la búsqueda del mejor argumento en Derecho. La jurisprudencia no es sino un compendio de criterios que han ganado reiteradamente juicios. El buen abogado no es el que más enreda, sino el que sabe distinguir los principios jurídicos, sólidos y duraderos, de las ocurrencias. No siempre es fácil porque muchas veces las ocurrencias más inconsistentes vienen expresadas con palabras graves.
Justicia, defensa y argumentos, queridos jóvenes abogados, y no negocio, empecinamiento y ardides, esas son las marca de un buen abogado.
Desde mi perspectiva de tantos años de trabajo, quiero deciros que no hay mejor corporativismo que la convicción en la propia dignidad: la que tenemos quienes a diario apostillamos nuestros escritos con la expresión “Es justo”; la que tenemos quienes, en el marco privilegiado de la contradicción y la libre competencia de argumentos dentro del proceso, uno contra otro, cooperamos dialécticamente para que el juez encuentre la mejor solución para el caso.
Termino ya y lo hago agradeciendo de corazón al Consejo General de la Abogacía Española la oportunidad que ha deparado a este “abogado viejo” que quiere todavía seguir siendo un “viejo abogado”. Muchas gracias