28 mayo 2018
Arbitraje internacional y modificación del régimen retributivo de las energías renovables
Por Eva Blasco Hedo, doctora en Derecho y responsable del Área de Formación e Investigación del Centro Internacional de Estudios de Derecho Ambiental (CIEDA-CIEMAT)
A través de este trabajo, se describen las secuelas que en términos económicos comienza a padecer España como consecuencia de las modificaciones introducidas en el marco normativo del sector eléctrico, y concretamente, en el régimen de ayudas que en un principio arropó fervientemente a la generación de energía eléctrica a partir de fuentes renovables, pero que paulatinamente fue perdiendo fuerza. La justificación a estos “recortes” se basó en el comodín de la crisis económica que azotó a España desde 2008 y en la problemática de un complejo déficit tarifario que arrastrábamos desde hacía años, incomprensible para muchos, y que a pocos llegó a contentar, incluido al consumidor final. Por una serie de errores de cálculo, los poderes públicos trasladaron el mensaje de la necesidad de reducir los costes que suponía mantener el régimen especial de producción energética tal y como se diseñó originariamente, a costa de difundir la idea de que el fomento de las energías renovables era inasumible y, en cierta manera, cargar sobre este tipo de energías la responsabilidad de un déficit tarifario que no les correspondía asumir.
UN ANTES Y UN DESPUÉS EN LA POLÍTICA DE FOMENTO HACIA LAS ENERGÍAS RENOVABLES
En el origen de este salto cuantitativo subyacía la consecución de una “rentabilidad razonable” para los productores que utilizasen como energía primaria energías renovables, es decir, que debían contar con un respaldo que les permitiera competir en condiciones de igualdad con el resto de las instalaciones que empleaban otras tecnologías. Y así se patrocinó desde la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico hasta el Real Decreto 661/2007 por el que se regulaba la actividad de producción de energía eléctrica en el mencionado régimen especial. En este último caso, los productores podían optar entre dos tipos de tarifa, una fija por unidad de producción y una segunda mediante el abono de una prima que se añadía al precio de mercado obtenido por cada unidad de producción. Se debe puntualizar que las tarifas se basaban en la producción de las instalaciones durante toda su vida útil.
En pro de las renovables, se diseñó un sistema que primaba la producción. Cuanto mayor fuera la cantidad de energía producida, mayor sería la prima. En este sentido, algunos de los promotores efectuaron cuantiosas inversiones en tecnología para que sus instalaciones fueran más productivas, confiando en la estabilidad que les proporcionaba este régimen retributivo.
Tal y como he adelantado, con la llegada de la crisis económica y financiera “cambiaron las tornas” y los gobiernos de este país optaron por acudir a una fórmula que considero genera adicción, la del Decreto-ley; amparándose en el déficit tarifario para justificar el presupuesto habilitante de la extraordinaria y urgente necesidad. No en vano, surgieron cascadas de modificaciones normativas[1] -hasta nueve reformas parciales en cuatro años-, que fueron de menos a más. Si en un principio se dio un ligero barnizado a ciertos aspectos que afectaban a determinadas tecnologías o a los procedimientos de preasignación, lo cierto es que de forma progresiva se suprimió el régimen de primas y tarifas, se derogó el RD 661/2007, que constituía la arteria principal del régimen retributivo, y con la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico, se eliminó la distinción entre régimen ordinario y régimen especial.
En la práctica, este recorrido normativo tuvo su traducción en un cambio que bien podría calificarse de drástico. Se abandonó el régimen anterior que primaba la producción y se optó por un régimen que descansa sobre parámetros estándar, tomando como referencia la rentabilidad de una instalación tipo, a la que corresponden unos ingresos y unos costes estándar que serían los propios de una instalación eficiente y bien gestionada. Uno de los problemas que se plantea es que “la retribución específica” no se calcula en función de los datos reales de las instalaciones sino sobre datos estandarizados, por lo que se corre el riesgo de que la estandarización no se adecúe a las características específicas de cada instalación. Para responder a esta finalidad, se promulgó la Orden IET/1045/2014, de 16 de junio, por la que se aprueban los parámetros retributivos de las instalaciones tipo, -ocupa 1761 páginas del BOE- y en la que aparecen 576 instalaciones tipo de fotovoltaica, 23 de eólica y 18 de termosolar.
Ahora lo que se fomenta no son las instalaciones más productivas sino que el nuevo sistema prima la potencia instalada y la eficiencia en costes. El mayor problema surgió para aquellos promotores que confiando en el régimen de tarifas y primas instaurado, efectuaron cuantiosas inversiones que financiaron a través de créditos u otras operaciones con entidades financieras; y que han visto cómo sus expectativas se han visto truncadas con el nuevo sistema retributivo, hasta el punto de no poder cubrir costes ni asegurarse una rentabilidad razonable. Pensemos que algunas de sus instalaciones se alejan en su funcionamiento real de aquellos costes o ingresos estandarizados, por lo que resulta evidente que aquello que hicieron de más en orden a conseguir una mayor producción, se desvanece. Ni que decir tiene que el nuevo sistema no solo se aplicó a las nuevas instalaciones sino con carácter retroactivo a las preexistentes que ya estaban en funcionamiento, las auténticamente “sufridoras”.
¿De Qué Forma Canalizaron Sus Reclamaciones Los Inversores Afectados?
Una de las posibilidades por la que optaron los inversores extranjeros -que no los nacionales, por las razones que después expondré- fue acudir al arbitraje internacional en materia de inversiones, una técnica de resolución de conflictos al margen de los Tribunales, aplicado a un supuesto concreto: los recortes en el sistema retributivo de las energías renovables.
La comprensión del arbitraje internacional pasa por citar la Carta Internacional de la Energía, que se firmó en La Haya el 21 de mayo de 2015, cuyo precedente fue la Carta Europea de la Energía de 1991. Si bien es cierto que por sí misma no genera obligaciones jurídicamente vinculantes, los Estados que la firman adquieren el compromiso de cumplir los objetivos de una Carta que representó un gran avance para la actividad energética en un mundo globalizado. Esta Carta ha sido firmada, entre otros muchos países, por la Unión Europea.
Entre todos estos antecedentes, resulta de gran relevancia el Tratado de la Carta de la Energía (TCE) y su Protocolo sobre Eficiencia Energética y Aspectos medioambientales, adoptado en Lisboa en 1994, en el que por primera vez se establece como regla general la solución vinculante de las controversias internacionales y por el que se otorga a la Carta cierta obligatoriedad legal. Asimismo, establece un marco legal cuyo fin es fomentar la cooperación a largo plazo en el campo de la energía y aumentar la estabilidad que se requiere para dicha cooperación. En la actualidad hay 53 signatarios del Tratado – todos los 28 Estados miembros de la UE excepto Italia, que abandonó en 2015-.
Si me detengo en este Tratado es precisamente porque los inversores extranjeros que sufrieron los recortes en el régimen de ayudas a las renovables, en lugar de acudir a los Tribunales ordinarios de nuestro país o de someterse a un procedimiento de solución de conflictos previamente acordado, decidieron solventar la controversia a través del arbitraje internacional (artículo 26 TCE). Y para ello tuvieron la oportunidad de someterse y así lo hicieron, al criterio de los Tribunales arbitrales constituidos a través del Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI) -una de las cinco organizaciones del Grupo del Banco Mundial que presta servicios de conciliación y arbitraje para ayudar a resolver disputas sobre inversiones internacionales-, o a un único árbitro internacional o tribunal de arbitraje ad hoc establecidos en virtud del Reglamento de Arbitraje de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI), o a un procedimiento de arbitraje ante el Instituto de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Estocolmo. Pongo de relieve que los laudos arbitrales son definitivos y vinculantes para las partes en litigio (artículo 27 TCE).
EL LAUDO ARBITRAL DE 4 DE MAYO DE 2017 (CASO CIADI NO. ARB/13/36)
Para lo que aquí nos interesa, me voy a detener en el contenido de uno de los dos laudos[2] que por el momento han condenado a España al pago de suculentas indemnizaciones. Puntualizo que lo que analiza esta resolución es el régimen retributivo introducido por el RDL 9/2013, por el que se adoptan medidas urgentes para garantizar la estabilidad financiera del sistema eléctrico. En esta estela, a través de un laudo de 4 de mayo de 2017, un Tribunal del CIADI -compuesto por el estadounidense J.R. Crook, que ocupó la presidencia, el búlgaro S. Alexandrov, elegido por las demandantes y el neozelandés C. McLachlan, elegido por España- ha condenado a nuestro país a pagar 128 millones de euros, más intereses, a favor de un inversor británico y otro luxemburgués que crearon en España tres plantas solares de gran envergadura, por infringir esencialmente el artículo 10.1 del TCE.
De conformidad con su contenido, las Partes Contratantes deben fomentar y crear condiciones estables, equitativas, favorables y transparentes para que los inversores de otras Partes Contratantes realicen inversiones en su territorio, con un grado de protección y seguridad completas. Entre dichas condiciones se les exige otorgarles un trato justo y equitativo, no menos favorable que el concedido a sus propios inversores.
La relevancia de esta decisión, más allá de la nada desdeñable obligación compensatoria, se enmarca en el contexto de las más de 30 demandas arbitrales interpuestas por inversores extranjeros contra España con ocasión de las múltiples modificaciones introducidas en el tan reiterado marco regulatorio de las ayudas a las renovables, que asciende aproximadamente a un total de 7.566 millones, según una reciente respuesta parlamentaria del Ministerio de Energía, Turismo y Agenda Digital.
La razón por la que los inversores españoles no han podido decantarse por el arbitraje o la conciliación internacionales es precisamente por el propio ámbito de aplicación del TCE que prevé la solución de controversias entre una Parte Contratante (en este caso España) y los inversores de otra Parte Contratante (Reino Unido y Luxemburgo) respecto al supuesto de incumplimiento por parte de aquella de una obligación derivada de la Parte III del Tratado relativa a una inversión de éste en el territorio de la primera. En principio, queda al margen la controversia que pueda surgir entre una Parte Contratante y sus propios inversores nacionales, que se han visto obligados a formular sus reclamaciones ante los Tribunales ordinarios de este país, de las que por cierto no han salido demasiado bien parados, a juzgar por las sentencias desestimatorias de las acciones sobre responsabilidad patrimonial entabladas y de la superación del test de constitucionalidad por las sucesivas modificaciones legislativas[3].
Cuando menos resulta contradictorio que con independencia de que los Tribunales de nuestro país y el Tribunal de Arbitraje se rijan por la aplicación de un derecho distinto, lo cierto es que la disparidad de los resultados alcanzados genera cierto sentimiento de injusticia entre los inversores españoles que han visto rechazadas sus pretensiones de indemnización, mientras que a través de una técnica de conciliación han comprobado de qué forma los inversores extranjeros han visto acogidas las suyas.
Uno de los puntales clave en que España basó su defensa fue que en este caso no podía considerarse que los inversores procedían de “otra Parte Contratante”, tal y como exige el Tratado, por cuanto eran nacionales de Estados miembros de la Unión Europea (UE). Su traducción en la práctica fue el planteamiento de lo que en el laudo arbitral se denomina excepción intra-UE, en virtud de la cual y a juicio del Estado español, queda prohibida cualquier reclamación de los inversores de los Estados miembros de la UE contra un Estado Miembro de la UE que sea parte del TCE.
En este tipo de disputas, España consideró que el Derecho comunitario y sus mecanismos de resolución de controversias deberían aplicarse con carácter preferente al TCE, con la posibilidad de recurrir en última instancia al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que posee “el monopolio en la interpretación última del Derecho de la UE”. El reproche fundamental es que los Tribunales de inversión no pueden examinar las controversias intra-UE. Asimismo, se considera vulnerado el artículo 344 del TFUE en el que se establece que “los Estados miembros se comprometen a no someter las controversias relativas a la interpretación o aplicación de los Tratados a un procedimiento de solución distinto de los previstos en los mismos”, que pueda interferir en los fundamentos del mercado interior.
Frente a estas afirmaciones, el Tribunal arbitral trae a colación una regla fundamental del derecho internacional, y es que los tratados deben ser interpretados con arreglo al principio de buena fe. Como corolario a esta afirmación debe entenderse que sus redactores “no establecen trampas para los incautos con significados ocultos y exclusiones implícitas de amplio alcance”. No le resulta convincente la afirmación de que los inversores no puedan invocar el arbitraje de conformidad con el artículo 26 del TCE, máxime teniendo en cuenta que aunque la UE sea miembro del TCE, los Estados que la componen no han dejado de serlo también. Tampoco aprecia que se haya producido una vulneración del artículo 344 del TFUE porque no estamos ante una controversia entre Estados miembros de la UE ni se ha cuestionado la asignación de jurisdicción entre la UE y sus miembros. En este contexto, se enfatiza que la jurisdicción del Tribunal de Arbitraje se deriva de los términos expresos del TCE y que el propio Tribunal no es una institución del ordenamiento jurídico europeo y, por tanto, no está sujeto a sus requisitos.
LLegado el momento de proceder al abono de la cantidad a la que España fue finalmente condenada, no van a resultar baladís todas estas cuestiones relativas a la competencia o al derecho aplicable, hasta el punto de desencadenar un auténtico conflicto entre el arbitraje internacional y el derecho comunitario.
A continuación, me referiré a la resolución de las cuestiones de fondo que han conducido al Tribunal a decantarse por la condena a España. El “quid” de la cuestión se centra en determinar el alcance del significado de “trato justo y equitativo” del que son merecedores los inversores extranjeros, y cuándo se entiende que sobrepasados determinados límites, su vulneración se traduce en una infracción del derecho internacional.
Vaya por delante que a juicio del Tribunal los tratados en materia de inversiones no eliminan el derecho de los Estados a modificar sus regímenes regulatorios para adaptarse a circunstancias y necesidades públicas cambiantes, por lo que “el estándar de trato justo y equitativo no otorga un derecho de estabilidad regulatoria per se” (punto 362). No se niega a un Estado el derecho a modificar su regulación en un momento determinado. En este sentido, los inversores no gozaban de unos derechos económicos inmutables sino que podían esperar que la legislación cambiara. A renglón seguido, el interrogante que se plantea es hasta dónde llega el ejercicio del derecho a regular y en qué medida la protección que ofrece el Tratado a través del principio de “trato justo y equitativo” se puede invocar para obtener una compensación.
Este es precisamente el punto sobre el que proyecta la atención el Tribunal, que califica el cambio normativo efectuado por España de “total e irrazonable” (punto 363), “sin precedentes y totalmente diferente”, “profundamente injusto e inequitativo”, que despojó a las demandantes prácticamente de todo el valor de su inversión (punto 365). En este conjunto de peripecias regulatorias, el promotor que realiza una fuerte inversión y se arriesga en base a una marco regulatorio favorecedor a todas luces, puede prever que la legislación cambie, pero paralelamente confía en que el Estado no actuará de manera irrazonable, contraria al interés público o desproporcionada. Y de esa forma actuó el legislador español, que no se ajustó a unos límites previsibles sino que los sobrepasó a través del ejercicio de una potestad regulatoria que en modo alguno es ilimitada y que claramente vulneró el principio de proporcionalidad.
¿Se garantizó la “rentabilidad razonable” inherente al sistema de ayudas a las renovables? La respuesta es negativa. El Tribunal nos recuerda que el Estado que firma un Tratado bilateral se compromete a cumplirlo así como a observar y no ignorar las obligaciones de protección de las inversiones, entre ellas la de otorgar a los inversores un “trato justo y equitativo”. En definitiva, la estabilidad legal se tambaleó de tal manera que se llegó a una privación de la inversión -el nuevo régimen redujo los ingresos previstos de la planta ASTE 1-A de las demandantes en un 66% en comparación con la cifra proyectada bajo el régimen anterior-; por lo que aquella esperada rentabilidad razonable devino en “irrazonable”.
REFLEXIONES FINALES
A raíz del Acuerdo de París, que entró en vigor el 4 de noviembre de 2016, la integración entre clima y energía es imprescindible si se quieren conseguir los objetivos marcados de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Y en este proceso, el papel de las energías renovables es relevante, de ahí que su promoción sea un basamento fundamental de la protección ambiental, máxime cuando a través de una nueva Propuesta de Directiva (COM (2016) 767 final) se pretende fijar como mínimo un objetivo del 27% de cuota de energías renovables en el consumo de la UE en 2030, vinculante a escala de la propia Unión.
Se visualiza la consecución de un objetivo de “rentabilidad razonable” mediante un correcto funcionamiento de los sistemas de apoyo, que deberán ser estables y fiables. Y esto es precisamente lo que no ha sucedido en España, donde los inversores depositaron su confianza en un sistema regulatorio que cambió de forma brusca e inesperada, y con medidas de carácter retroactivo. Aquellos vieron truncadas sus expectativas y no recibieron “un trato justo y equitativo”, por lo que a través de la fórmula del arbitraje internacional se han acogido sus pretensiones.
Es cierto que la espera del maná de ayudas o subvenciones puede generar un efecto contraproducente, pero si se quiere conseguir el despegue definitivo de las renovables, no se pueden envolver en un clima de inseguridad jurídica.
No quiero concluir sin dejar sobre la mesa el hecho de que nuestro país pretende sortear el pago de las indemnizaciones a las que ha sido condenado. Decisión que ha comenzado a levantar ampollas entre los inversores y que puede provocar algún que otro conflicto diplomático ¿De qué sirve entonces la técnica del arbitraje pactada en un Tratado Internacional? La Comisión Europea ha advertido que España debe notificar tales pagos con el fin de comprobar si se trata de una ayuda de Estado incompatible con el derecho comunitario. Paralelamente, se ha dictado una sentencia por parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 6 de marzo de 2018, en la que se llega a la conclusión de que la cláusula arbitral incluida en el Tratado celebrado entre los Países bajos y Eslovaquia sobre la protección de las inversiones vulnera la autonomía del derecho de la Unión y, por tanto, no es compatible con éste.
La polémica sigue abierta. Si bien no se puede hablar de precedente jurídico, quizá sí de un precedente fáctico para los sucesivos arbitrajes.
[1] Real Decreto Ley 6/2009, de 30 de abril, por el que se adoptan determinadas medidas en el sector energético y se aprueba el bono social. Real Decreto Ley 1614/2010, de 7 de diciembre, por el que se regulan y modifican determinados aspectos relativos a la actividad de producción de energía eléctrica a partir de tecnologías solar termoeléctrica y eólica. Real Decreto-ley 14/2010, de 23 de diciembre, por el que se establecen medidas urgentes para la corrección del déficit tarifario del sector eléctrico. Real Decreto-ley 1/2012, por el que se procede a la suspensión de los procedimientos de preasignación de retribución y a la supresión de los incentivos económicos para nuevas instalaciones de producción de energía eléctrica a partir de cogeneración, fuentes de energía renovables y Residuos. Real Decreto Ley 2/2013, de 1 de febrero, de medidas urgentes en el sistema eléctrico y en el sector financiero. Real Decreto Ley 9/2013, de 12 de julio por el que se adoptan medidas urgentes para garantizar la estabilidad financiera del sistema eléctrico. Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico. Real Decreto 413/2014, de 6 de junio, por el que se regula la actividad de producción de energía eléctrica a partir de fuentes de energía renovables, cogeneración y residuos. Orden IET/1045/2014, de 16 de junio, por la que se aprueban los parámetros retributivos de las instalaciones tipo.
[2] La Cámara de Comercio de Estocolmo emitió el 15 de febrero de 2018 un laudo condenatorio contra España por haber infringido las protecciones de inversión del Tratado de la Carta de la Energía que obliga a indemnizar a Novenergía, un inversor institucional con domicilio en Luxemburgo con presencia en siete instalaciones en Castilla-La Mancha, Extremadura, Murcia y Cataluña.
[3] Véanse SSTC 270/2015, de 17 de diciembre, 19/2016, de 4 de febrero, 29/2016, de 18 de febrero, 30/2016, de 18 de febrero. SSTS 10/2016, 67/2016, 69/2016, 71/2016, 72/2016, de 21 de enero.