15 marzo 2018
Control de la discrecionalidad y derecho a una buena administración
Por Jesús López-Medel Báscones, abogado del Estado
Me gusta insistir en que la expresión nominal de “Estado de Derecho”, en el sentido en que está reiteradamente invocado por nuestros políticos, no solo es un mantra más que una realidad cierta sino también que no es suficiente ni completo ese calificativo si no es acompañado de la efectividad de otra proclamación constitucional que le antecede y de la que creo es inescindible: “Estado Democrático de Derecho”. La idea de Estado de Derecho está vinculada al “principio de legalidad” entendida como una sujeción formal de los poderes públicos a la ley. Esto, si se observase, no sería cosa menor si se dispusiese de una magistratura verdadera y no formalmente independiente y comprometida con ello y con el control del poder.
Pero aún más: lo que supone que sea, como ordena la Constitución, un “Estado Democrático” tiene un alcance más profundo y radical en el sentido de raíz y todavía queda mucho por explorar sobre ello, sobre todo desde los poderes ejecutivos. Poniendo al momento actual este concepto, significa acentuar el sentido constitucional de esta expresión y no olvidarla. En ello, el reforzamiento de esa dimensión adquiere dar gran valor a esa clásica expresión que me gusta reiterar:
“No hay Constitución sin democracia real y ésta no existe si el eje no son los derechos humanos”.
Este enfoque es un mandato a todos los poderes públicos.
Esto que debería ser exigible de todos ellos, nos encontramos que en los momentos actuales y a niveles de altas instancias, es la Sala Tercera del Tribunal Supremo quien, con diferencia, refleja estar más comprometida con estos postulados de derechos humanos en la resolución de los asuntos de que conoce. Hace poco analizaba en esta Newsletter otra sentencia (ponente Bandrés Sanchez-Cruzat) del Alto Tribunal con fecha 27 de noviembre donde da un enfoque netamente de Estado democrático de Derecho a una cuestión relevante sobre “Protección de los menores como límite a los desahucios y a la autotutela administrativa”.
En esta nueva reflexión y artículo pretendo ahondar sobre otro tema donde el análisis jurisdiccional de un asunto urbanístico (aunque va más allá), aporta una lucidez creativa y vinculada a ese principio democrático referido a derechos humanos conectada con una mayor exigencia a la Administración y que merece ser conocida y difundida.
Es una cuestión íntimamente ligada a la esencia del Derecho Administrativo cual es el control del poder, concretamente de la discrecionalidad administrativa. Se trata de la reciente sentencia de 7 de noviembre de 2017 en el recurso de casación 228/216 de cuya resolución ha sido ponente R. Fernandez Valverde.
Se refería el asunto sobre una impugnación (desestimada en el fallo) de una resolución del Tribunal Superior Justicia de Aragón que daba la razón al Ayuntamiento de Sallen de Gállego en su decisión de cambio de calificación urbanística de una parcela que pasaba a ser residencial cuando antes era de espacio libre de uso público y una permuta. Debe advertirse como cuestión básica que las modificaciones de calificación urbanista no es algo imposible legalmente pero otra cosa es que ello resulte justificada, razonable, admisible según un sentido de lógica y, de un modo particular, que resulte suficientemente motivada.
VALORACIÓN DE LA PRUEBA Y CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD
Esta es la esencia del control básico de las decisiones discrecionales de la administración. Y eso es lo que hay que valorar en el criterio tomado por la Administración y, por ende, en la revisión, mediante recurso de casación, del criterio del Tribunal de instancia.
Lo que no se puede pretender es obtener en una sentencia casacional una nueva revisión del criterio de la Administración si ésta, dentro de las diversas alternativas, no ha realizado una actuación arbitraria ni irracional en la valoración de la prueba pericial ni en la fijación de su criterio.
Ya en sentencias recientes de 14 de marzo y 17 de octubre de 2017 el Tribunal Supremo ha expresado que “la valoración de la prueba pericial supone sujetarlo a las reglas de la sana crítica (artículo 248 LEC)” de modo que no existen reglas previas, no estando sometido el juzgador al dictamen pericial y no procediendo la impugnación casacional de la valoración ya realizada a menos que sea contraria a sus conclusiones a la racionalidad y se conculcasen elementales directrices de la lógica. En definitiva, la prueba pericial es de libre apreciación por el juez según las reglas de la sana crítica pero valorando conjuntamente todos los elementos de la prueba y no uno aislado.
Así, habrían de reputarse infringidas las reglas de la sana crítica en la valoración de la prueba cuando en esa apreciación se omiten datos o conceptos no menores que prescinden en el dictamen pericial, cuando el juzgador se aparta del propio contexto o expresividad del contenido pericial, si la valoración es ilógica, si se procede con arbitrariedad, cuando las apreciaciones no son coherentes porque el razonamiento conduzca al absurdo o a la sinrazón y falta de lógica. “Es por ello, que se admite por la jurisprudencia casacional si existe un error ostensible y notorio, falta de lógica, conclusiones irracionales, criterio desorbitado o irracional o conclusiones contrarias a las reglas de la común experiencia”.
Así pues, como señala la sentencia de 7 de noviembre de 2017 que se está analizando, rigiendo el principio de valoración conjunta de los medios de prueba, el tribunal casacional en el asunto examinado no estaba en condiciones de alterar las conclusiones de la Sala de Instancia había decidido que había de prevalecer por estar inspirada en criterios objetivos. Así, siendo la prueba pericial de libre apreciación por el juez, sólo debe admitirse su impugnación “cuando sea contraria en sus conclusiones a la racionalidad y se conculquen las más elementales directrices de la lógica” o “cuando resulte que las conclusiones obtenidas lo han sido al margen de las pruebas llevadas a cabo o se presenten ilógicas, con acreditada incoherencia o irracionalidad entre sí o cuando resulten que las conclusiones resultaren absurdas, disparatadas al proceso”. En definitiva, como señala la STS de 14 de marzo de 2017: “Sólo en aquellos supuestos en que la dedución obtenida por el juzgador sea ilógica, arbitraria, absurda o irrazonada, podrá el Tribunal de casación modificar o sustituir el estado de convicción alcanzado”.
EL DERECHO A UNA BUENA ADMINISTRACIÓN
A lo expuesto, debe añadirse -y es una aportación singular e importante de la sentencia-, la vinculación del control de la discrecionalidad con el llamado “derecho al buen gobierno y administración”. Sobre ello, en relación con el caso examinado, el Tribunal Supremo en la resolución de la que es ponente el Magistrado Rafael Fernandez Valverde, considera que la modificación urbanística que analiza y que había sido aceptada por la sentencia de instancia, no había traspasado los límites de la potestad de planeamiento –ius variandi de la Administración- y que la finalidad perseguida en esa modificación se ajustaba a la Memoria.
Ello lo vincula a los principios de cautela y de acción preventiva que el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea reitera en su artículo 191.2 como elemento que ha de presidir la política ambiental de bastantes Estados de la UE no en el caso de España). Esos principios obliga a ponderar con un sentido de precaución (antecedente del de cautela) el actuar por si acaso llegan a aparecer daños no previstos a veces, ni siquiera en su momento. Sin embargo este principio de acción preventiva no es exclusivo de la acción medioambiental pues ya estaba asentado en la idea de la “diligencia debida”.
Recuerda muy acertadamente la sentencia del Tribunal Supremo algo que es bastante desconocido e inaplicado por no pocos jueces todavía en este país cual es la invocación y aplicación directa de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea proclamada en el Consejo de Niza en diciembre de 2000 (artículo 41). Esa norma no son cantos florales sino derecho invocable y aplicable (iura novit curia) en España (artículo 96 CE)
Pues bien, aunque el derecho al buen gobierno está todavía en elaboración teórica y reflexiva como parámetro de calidad democrática, la idea de buena administración ya ha tenido reconocimiento legal y virtualidad judicial como elemento del control del ejercicio de funciones administrativas, habiendo tenido este “derecho de tercera generación” (como así se conocen los más recientes) plasmación originaria a nivel jurisprudencial europeo, tanto a nivel de Tribunal de Justicia de Luxemburgo, como del de Derechos Humanos en Estrasburgo.
Sobre ello, debe hacerse una remisión a un excelente estudio del profesor Juli Ponce Solé publicado en la revista REALA (nº 8) titulado. “Los jueces, el derecho a una buena Administración y las leyes de transparencia y buen gobierno” donde se analizan 84 sentencias por este doctor acreditado para Catedrático y que ha trabajado en profundidad desde hace años estos temas.
En ese trabajo, Ponce recuerda el origen jurisprudencial europeo del principio de buena administración que han ido reflejándose en sentencias del TJUE (ya en los años sesenta, siendo ahora centenarias), el TEDH, el Tribunal Supremo (inicialmente en materia de contratación en los ochenta) y, por fin, varios, que no todos, Tribunales Superiores de Justicia, especialmente el de la Comunidad Valenciana como resalta el autor citado.
En varias ocasiones se ha utilizado judicialmente el parámetro de “la buena administración” como elemento de control administrativo y su contenido tiene relación con la audiencia de los interesados, la trasparencia de la actuación, la adecuada motivación, la diligencia debida o el cuidado en la ponderación etc. aunque sería deseable que se incluyesen en ello otras apreciaciones de ponderación de desmesura en el gasto (que a veces conlleva irregularidad en la gestión económica o incluso corrupción), siendo deseable que en un futuro se ampliase la legitimación para estos supuestos, tal y como en algún país cercano ha acontecido recientemente como es Italia.
Es esta una tarea en la cual, dejando a un lado la mediocre diligencia política, el ámbito judicial tiene en sus manos un instrumento de razonamiento importante y que puede ser expansivo como elemento para una Administración (y un gobierno) más controlada, más responsable y más obligada a ser objetiva en el servicio a los intereses generales (artículo 103 de la Constitución).