25 septiembre 2015

El asilo, más que un deber humanitario, una obligación jurídica de los Estados de la UE

Por Pedro Escribano Testaut, magistrado Gabinete Técnico del Tribunal Supremo

Hasta fechas recientes, la materia del asilo y refugio ha pasado prácticamente desapercibida para la mayor parte de los ciudadanos, que tenían un conocimiento vago y lejano de la problemática de los refugiados y no la sentían como una cuestión preocupante para España, ni siquiera para Europa. El asilo quedaba camuflado o escondido dentro del amplio abanico de la emigración, hasta el punto de que si se hubiera hecho una encuesta preguntando a la gente de la calle qué es un refugiado, me temo que la mayoría no habría sabido contestar con un mínimo de precisión, o a lo sumo habría respondido que es alguien que viene a España para mejorar su vida, como si el asilo fuera un tema de simple mejora de condiciones económicas. Tan sólo algunas organizaciones no gubernamentales y un reducido grupo de abogados junto con algún Juez mantenían viva en la conciencia social, a duras penas, la memoria real de esta institución. Sin embargo, el estallido de la llamada “crisis de los refugiados”, en la que una Europa desconcertada se encuentra actualmente inmersa, ha puesto el asilo en el centro de las conversaciones, y por primera vez en muchos años se habla y discute en los foros sociales sobre la Convención de Ginebra, que habiendo sido aprobada en 1951 ha irrumpido en el debate social como si hubiera entrado en vigor ayer (al menos en este punto, incluso las peores situaciones producen algún efecto positivo….).

Resulta, no obstante, llamativo que, seguramente por desconocimiento, la acogida a los refugiados se está planteando desde una perspectiva equivocada por incompleta, cual es la de la filantropía. Personas y colectividades sin duda bienintencionadas hablan y no paran sobre la necesidad de recibir y amparar a las muchedumbres que se agolpan ante las fronteras de la vieja Europa huyendo de conflictos cuya intensidad no podemos ni imaginar, pero lo hacen desde la perspectiva de un deber moral. Perspectiva tan pulcra como peligrosa, por dos razones. La primera, porque la experiencia de la vida demuestra que las emociones de esa índole son coyunturales y pasajeras, por lo que no debemos esperar que la sociedad mantenga, cuando pasen los meses y los años, el mismo interés en acoger a los refugiados que ahora muestra; y la segunda, porque al razonar y actuar así perdemos de vista que el asilo es algo más y algo distinto que un deber de humanidad, es una obligación jurídica para el Estado español y por tanto para la sociedad española organizada como comunidad política.

En efecto, por más que sea una obviedad, no debe olvidarse que la Convención de Ginebra (y su protocolo adicional de Nueva York), que consagra a nivel internacional el derecho de asilo, es Derecho plenamente vigente y operativo para España, que se adhirió a la Convención y su Protocolo Adicional en 1978, y acogió esta institución en el artículo 13.4 de la Constitución, al disponer que “la Ley establecerá los términos en que los ciudadanos de otros países y los apátridas podrán gozar del derecho de asilo en España”; habiéndose aprobado con tal motivo diversas legislaciones de asilo, hasta la actual Ley de Asilo 12/2009. La propia Constitución, en su artículo 10.2, establece que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”, de manera que tanto la regulación normativa como la práctica aplicativa de esta materia del asilo y refugio deben moverse en términos que garanticen la “recognoscibilidad” de la institución tal y como ha sido moldeada en el ámbito del derecho Internacional de los refugiados. Con mayor motivo si trascendemos la limitada perspectiva interna española y nos situamos, como corresponde, en el contexto europeo, del que es exponente significativo la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que en su artículo 4 recoge la prohibición de la tortura y las penas o tratos inhumanos o degradantes, y en el artículo 18 se refiere expresamente al derecho de asilo en los siguientes términos: “Se garantiza el derecho de asilo dentro del respeto de las normas de la Convención de Ginebra de 28 de julio de 1951 y del Protocolo de 31 de enero de 1967 sobre el Estatuto de los Refugiados y de conformidad con el Tratado de la Unión Europea y con el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (en lo sucesivo denominados «los Tratados»)”.

ASILO: ACTO REGLADO Y OBLIGACIÓN JURÍDICA

En definitiva, la protección a los refugiados es más que un deber moral o un acto de humanidad. Es sencillamente, insisto, una obligación jurídica para el Estado español, al igual que para los demás Estados de la Unión Europea, que han aceptado regirse por la Convención de Ginebra y por el corpus normativo derivado de ella, y han de ser coherentes con sus propias decisiones.

Y no hay aquí una suerte de cláusula discrecional, entendida esta expresión en el sentido (no propiamente técnico-jurídico pero si habitual en el lenguaje coloquial de la vida diaria) de atribución al Estado de una habilitación de la que pueda hacer o no hacer uso atendiendo a razones de conveniencia u oportunidad. Como recordó el Tribunal Supremo en sentencia de 19 de julio de 2006 (recurso nº 4857/2003), “la concesión del asilo y el reconocimiento de la condición de refugiado es un acto rigurosamente reglado por la Convención de Ginebra sobre Estatuto de los Refugiados, a la que se remite la Ley 5/1984, de 26 de marzo, reguladora del derecho de asilo y de la condición de refugiado. El que entre las circunstancias contempladas por el expresado ordenamiento de asilo exista algún concepto jurídico indeterminado no implica que exista discrecionalidad alguna, pues aquéllos excluyen cualquier forma de ésta, según ha declarado la doctrina jurisprudencial … la inclusión de un concepto indeterminado en la norma de aplicación no significa, sin más, que se haya otorgado capacidad a la Administración para decidir con libertad y renunciar a la solución justa del caso, sino que viene obligada a la única decisión correcta a la vista de los hechos acreditados”.

Esta constatación de que nos hallamos ante una obligación jurídica en cuya puesta en práctica no hay nada de discrecional, nos enfrenta a la realidad de la organización administrativa y jurisdiccional española, que, me temo, no está preparada para acoger a los miles de refugiados que al parecer llegarán a España en fechas próximas. Bien lo saben los actuales solicitantes de asilo, que tras presentar en legal forma la solicitud, penan por nuestro país durante meses sin apenas ayudas hasta que a través de la Oficina de Asilo y Refugio se tramita el expediente y se resuelve sobre su status y se regulariza su situación, e incluso después se encuentran huérfanos de cauces funcionales para reencauzar su vida. Si eso ocurre ahora, con lo que ya tenemos, asusta pensar qué podría ocurrir con lo que está por venir. Y si esto ocurre con la maquinaria administrativa, no mucho mejor es la operatividad de la estructura judicial que tendría que asumir el previsible incremento de litigiosidad que probablemente sobrevendrá. La Audiencia Nacional, a la que el legislador ha encomendado la fiscalización judicial del asilo, es un órgano colegiado que atiende esta materia junto con otras muchas de gran complejidad jurídica y económica (actos y disposiciones de Ministros y Secretarios de Estado, actividad de organismos reguladores, etc), y no está preparada para resolver de forma rápida y adecuada tantos litigios, salvo que se despachen mediante  sentencias basadas en la repetición acrítica de formularios que se copian unos a otros.

No es ocioso recordar, a este respecto, que en una materia como esta, en la que está en juego la vida y los derechos esenciales de las personas, la resolución rápida (y adecuada, por cierto, no de cualquier manera) de las controversias es mucho más que un deber de cortesía, es una obligación insoslayable, como ha recordado recientemente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la importante sentencia de 22 de abril de 2014 (asunto A.C. y otros), que ha obligado a reexaminar el sistema de tutela judicial cautelar a los solicitantes de protección internacional. Por eso, si -como pudiera acaecer- se produce ese notable incremento de la litigiosidad en materia de asilo a la que antes me refería, no se me ocurre otra solución que, siquiera sea de forma provisional (mientras no se produzca una reforma legislativa que repiense el sistema de revisión judicial del asilo), actuar a través de las normas de reparto de asuntos entre las distintas Secciones de la Audiencia Nacional y especializar una o más de forma monográfica en esta materia.

Por lo demás, no debemos olvidar en ningún momento que la aplicación de las normas sobre asilo ha de hacerse siempre desde el plano internacional que es connatural a la institución. El alcance de la protección internacional, tal como ha sido diseñado en la Convención de Ginebra y demás normas internacionales concordantes, no puede quedar atenuado por normas internas nacionales que pongan sordina a los estándares de protección determinados por aquellas normas hasta el punto de desdibujarlas o hacerles perder su operatividad. Por ejemplo, el concepto de “frontera” tan ligado a la petición de protección tiene que ser manejado necesariamente desde la perspectiva del Derecho Internacional. Si no fuera así y quedara al albur de las conveniencias de cada Estado qué es o dónde se ubica una frontera a efectos del asilo (v.gr., en los lindes con otro Estado, o por el contrario tierra adentro del territorio nacional), la finalidad protectora del asilo como sistema de salvaguardia global quedaría diluida entre un laberinto de particularismos que frustarían su operatividad práctica.

LEGITIMIDAD DE LAS LLAMADAS “VALLAS”

Por eso, deberíamos reflexionar sobre la legitimidad de cuestiones como la de las llamadas “vallas” de Ceuta y Melilla y los mecanismos legales de rechazo expeditivo que recientemente se han puesto en marcha, a través de la introducción en la L.O. 4/2000, de derechos y libertades de los extranjeros, de una disposición adicional décima que, aunque no se diga explícitamente, ha querido solucionar el problema de los intentos repetidos de numerosas personas de “saltar” dichas vallas. Una disposición adicional con una redacción enrevesada y oscura, que a pesar de los esfuerzos por salvar su constitucionalidad presenta serias dudas de validez desde el prisma de las garantías y derechos más elementales de las personas extranjeras afectadas.

Es, en efecto, bien sabido que como ha recordado reiteradamente el Tribunal Constitucional hay derechos que están ligados a la dignidad de la persona humana, de manera que son extensibles o predicables de cualesquiera personas, españolas o extranjeras, residentes o no. Entre esos derechos está el derecho de defensa, y por eso la legislación ordinaria de extranjería, cuando contempla los diversos procedimientos de control de la entrada y permanencia de extranjeros en España (denegación de entrada en territorio nacional, devolución y expulsión), siempre salvaguarda un núcleo esencial e irreductibles de defensa de los afectados, que no es disponible para el legislador. Sin embargo, en esta adicional décima parece abrirse el paso a un cuarto sistema, llamado “rechazo en la línea fronteriza”, cuyos perfiles no se concretan, posiblemente a la espera de algún desarrollo reglamentario.

Se ha discutido abundantemente, para justificar la necesidad de respetar también en este peculiar supuesto la necesidad de mantener ese estándar de garantías, si las “vallas” de Ceuta y Melilla se encuentran o no ubicadas dentro del territorio nacional (lo que no es dato baladí, pues cuando alguien ya se encuentra en territorio español realmente la adicional décima no viene al caso, desde el momento que la misma habla de “impedir la entrada ilegal” de quienes intentan superar los elementos de contención fronterizos a fin de cruzar ilegalmente la frontera, lo que no es el caso cuando alguien ya ha sobrepasado esa frontera y se encuentra de hecho en el territorio español) pero realmente creo que la cuestión se solventa mucho más fácilmente con un dato previo que me parece evidente: si quienes actúan en esa sedicente “línea fronteriza” son agentes del Estado español, que proceden como tales precisamente en virtud de las funciones públicas que ostentan como funcionarios españoles (regidos en tal actividad por el principio de territorialidad), entiendo que sus actos y decisiones han de regirse por el Derecho español y han de ser controladas por los jueces y tribunales españoles, siendo de recordar, a este respecto, que el sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho, y la universalidad del control judicial de la Administración, están recogidos en los artículos 103 y 106 de la Constitución. Por eso, no me parece que pueda discutirse que las actuaciones de rechazo en frontera que pretendan legitimarse en esa adicional décima han de cumplir al menos las garantías constitucionales más elementales, tanto sustantivas como procesales, entre las que destaca la ya apuntada del contenido esencial del derecho de defensa (un derecho que ha de ser, por lo demás, funcional y operativo, y no una simple ficción que salve las apariencias a costa de hacer la realidad ininteligible).

Así las cosas, no acabo de comprender el alcance real de la adicional décima, pues si se quieren salvaguardar funcionalmente –como corresponde- esas garantías básicas, el procedimiento acabará asimilándose de facto a los ya existentes de denegación de entrada, devolución y expulsión, con lo cual devendría redundante y supérfluo; y si se quiere prescindir por completo de dichas garantías en pos de la “eficacia”, nos metemos en el ámbito pantanoso de la posible inconstitucionalidad. No es ocioso recordar, llegados a este punto, que el Tribunal Supremo ha dicho en sentencia de 8 de junio de 2009 (recurso nº 3098/2006), “el principio constitucional de eficacia de las Administraciones Públicas (art. 103 CE) no puede configurarse como una eficacia productiva, fabril o industrial, sino como una eficiencia compatible con el principio de legalidad (sometimiento a la Ley y al Derecho, en afortunada expresión del propio artículo 103), y por ende compatible con las garantías  ciudadanas“.

DERECHO DE DEFENSA

Al menos, la propia adicional décima salva expresamente, como no podía ser de otra forma, la necesidad de que el tan citado rechazo en frontera se haga respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional. El problema, una vez más, es que si se quieren respetar eficazmente esos derechos, habrá que procurar el derecho de defensa, y no sé si eso concuerda con lo pretendido por quienes impulsaron la reforma legal.

En este sentido, el Defensor del Pueblo, aun descartando la interposición de recurso de inconstitucionalidad contra esta norma, ha formulado recientemente al Ministerio del Interior las siguientes recomendaciones:

1ª. Desarrollar con carácter urgente, y por disposición reglamentaria, el procedimiento establecido en la Disposición adicional décima de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros y su integración social, que contemple la necesidad de dictar una resolución administrativa, con asistencia letrada y de intérprete e indicación de los recursos que se podrán interponer contra ella. Todo ello de conformidad con la interpretación realizada del alcance del artículo 106 de la Constitución española para los procedimientos de extranjería, por la Sentencia del Tribunal Constitucional 17/2013, de 31 de enero.

2ª. Dejar constancia escrita en dicho procedimiento de que al extranjero se le ha facilitado información sobre protección internacional y que se ha verificado, mediante un mecanismo adecuado de identificación y derivación, las necesidades de protección internacional, que no es menor de edad o la concurrencia de indicios de que pudiera ser víctima de trata de seres humanos. Todo ello de conformidad con lo previsto en la Directiva 2013/32/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 26 de junio de 2013, sobre procedimientos comunes para la concesión o la retirada de la protección internacional”.

Nada puedo objetar a estas recomendaciones, pero lo que de ellas resulta es justamente lo que vengo diciendo. Si la legitimidad constitucional de la adicional décima se liga a la necesidad de apurar el respeto de todas esas garantías, para ello no hace falta una reforma legal como la aprobada, pues la legislación general de extranjería ya proporciona cauces procedimentales similares.

Termino, pues, con unas palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la precitada sentencia de 22 de abril de 2014: “El TEDH es consciente de la necesidad de los Estados enfrentados a un gran número de solicitantes de asilo de disponer de los medios necesarios para afrontar un tal contencioso, así como de los riesgos de saturación del sistema. Sin embargo, el artículo 6 del Convenio, así como el artículo 13, obligan a los Estados contratantes a organizar sus jurisdicciones de manera que les permitan responder a las exigencias de esta disposición” (pár. 104). Los problemas logísticos no pueden ser excusa para la privación de los derechos esenciales de las personas. Desde el momento que España, y los demás Estados de la Unión Europea, se adhirieron libremente al sistema de protección internacional de los refugiados, tienen el deber jurídico de trabajar de forma coherente con los compromisos que ha asumido. Si no se hace así y dejamos que la situación se pudra, al final ocurrirá una vez más, como en otros momentos de la historia, que Europa no será capaz de soportar ni los males ni los remedios.

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