10 mayo 2018

Financiación alternativa de litigios

Por Blas González, abogado y magistrado de lo Mercantil en excedencia

  1. FINANCIACIÓN DE LITIGIOS Y ACCESO A LA JUSTICIA.

La abogacía evoluciona, lo hace al compás de los tiempos que le toca vivir. La tozudez con que la tecnología impone nuevas formas de tratamiento de los asuntos y atención al cliente, o las nuevas fórmulas colaborativas entre despachos, por poner algunos ejemplos claros, conforman un escenario muy distinto al conocido hasta ahora y obligan al profesional a una actualización simplemente ineludible. La financiación de litigios (incluyendo la financiación en el sentido que desarrollaré en las líneas que siguen y otros nuevas herramientas, como el intermediario o bróker especializado, o la financiación por crowdfunding, de las que no podré ocuparme), pertenece a este género de novedades que, sin ser del todo disruptiva para el profesional y sus servicios jurídicos, sí que está destinada a modificar la aproximación a la litigación tanto para éste como, sobre todo, para el ciudadano, para las empresas y las personas naturales: todas ellas pueden contemplar la financiación como un instrumento de acceso a la Justicia y, además, sin litigación frívola o injustificada. Nada menos.

En efecto, la financiación de litigios está ligada a principios de índole constitucional y derechos básicos, como es el de utilizar cuantos mecanismos legales tenga uno a su disposición para proteger sus intereses y sus demás derechos ante los tribunales, destinados en origen a ese fin superior de atención pública. Como es sabido, esto en la práctica se traduce a la necesidad de garantizar otro principio nuclear, el de igualdad de condiciones para ese acceso y, con ello, el derecho a la tutela judicial efectiva que recoge nuestra Constitución. La litigación permite proteger los derechos e intereses legítimos del litigante, pero de un lado plantea el riesgo evidente de que la posición del actor no sea la recogida en las decisiones judiciales, lo que puede acarrear (por lo menos mientras se mantenga en vigor un sistema de vencimiento) condenas en costas que no estimulen acudir al auxilio judicial; y de otro lado, plantea la necesidad de costear los servicios del profesional que, cumpliendo con funciones sustanciales en el Estado de Derecho, se dedicará precisamente a la protección de los intereses de su cliente, como es el abogado, y los demás gastos ligados al caso, que no son tampoco baladíes (sustancialmente los informes periciales y de expertos, cortes arbitrales y árbitros).

Estos dos factores de riesgo – presentes también en la actual resistencia del cliente a aceptar tarifas horarias de resultado final indeterminado y en las nuevas propuestas de facturación -, condicionan decididamente la decisión de litigar por más convencimiento que se tenga en la solidez de los argumentos y la necesidad de la protección judicial. No es casual que los mecanismos para la financiación de litigios lleguen a Europa del otro lado del Atlántico, pues es en Estados Unidos donde el coste del litigio se dispara y no es inusual que los particulares deban acudir a un préstamo hipotecario para poder acceder a una defensa digna. Estudios recientes de los propios fondos de litigación, disponibles en sus webs y publicaciones periódicas, muestran que cómo las carencias presupuestarias obligaron prácticamente a un tercio de las empresas objeto del estudio a renunciar a litigios que se consideraban viables, o a que en 2016 se detectara más de un 20% de desistimientos debido al coste global del proceso.

Nada nuevo, desde luego. La realidad del coste de litigar se ha venido abordando mediante soluciones tradicionales, caracterizadas por estar residenciadas en las dos partes originales de la ecuación: el cliente y su abogado. Desde la perspectiva del primero, podemos reseñar fórmulas sencillas, como la simple contratación de un préstamo personal o líneas de crédito que le proporcionen la liquidez necesaria, o seguros que cubran el riesgo de la misma litigación y hagan frente a su coste. Desde la perspectiva de la ecuación cliente-abogado, la exigencia del cliente y su necesidad de domeñar y controlar el coste global del proceso se traduce en la resistencia del abogado a aceptar limitaciones y restricciones presupuestarias de tal calibre que, en casos de litigaciones impredecibles, de larga duración y con oportunidad de variables de todo tipo, dinamiten y condicionen su trabajo; no obstante, es normal acudir a soluciones de pago diferido al profesional o condicionados al éxito, los pactos de cuota litis (afectados como es sabido por la STS Sala 3ª de 4 de noviembre de 2008), cuando no a la protección pública que ofrece la Asistencia Jurídica Gratuita o la privada de los programas pro bono de los despachos.

Estas fórmulas entrañan por supuesto soluciones de financiación externa, pero resultan del todo insuficientes en determinados ámbitos. Evidentemente, aluden a la financiación total o parcial del coste del abogado, pero no al resto de costes ligados a la litigación (piénsese por ejemplo en los costes arbitrales o periciales). Además, son herramientas con escasa potencia de fuego, pues colocan el peso de la financiación en la mesa del abogado, un profesional que, salvo en la escasa medida descrita, ni necesita ni está interesado en asumir esos costes ajenos; por más que, por concepto, no parece que la asistencia financiera del abogado sea una fórmula recomendable a la hora de delimitar con claridad los intereses que cada uno ha de proteger.

Esta es la razón de que la eclosión de fondos orientados – en exclusiva o como parte de su actividad – a la financiación de litigios se haya producido en sectores donde la litigación, merced a la necesidad de especialización técnica en el profesional y la especial relevancia económica del debate y las pretensiones en juego, es especialmente costosa. Ha sido el arbitraje internacional mercantil y de inversiones, el derecho de la energía, el derecho de daños personales o medioambientales (aquí con un engarce directo con acciones colectivas y class actions), la litigación antitrust, la propiedad industrial y el derecho de la insolvencia, los sectores que alumbraron en EEUU y en los que se han consolidado fondos creados para un negocio novedoso, el de la financiación de un litigio que el afectado por sí mismo no puede, o no debe, sostener con sus medios.

Como señala Clifford Hendel (“Third Party Funding”, Revista del CEA nº9/2010), el origen[1] y la función económica de este tipo de fondos es muy similar al resto de productos financieros que hoy están perfectamente instalados en el mercado, generalmente también procedentes de la práctica americana y fruto de la misma esencia capitalista: una necesidad objetiva de financiación, una oportunidad de rendimiento para quien financie, y una iniciativa empresarial orientada a la obtención del beneficio subsiguiente y la creación de valor. La singularidad es que, en este caso, la iniciativa surge precisamente y se nutre desde la misma abogacía.

  1. FINANCIACIÓN DE TERCEROS: THIRD-PARTY FUNDING. SU OPERATIVA.

Debo reconocer que, desde la perspectiva de un litigador español, con el concepto de “parte” indeleblemente fijado en nuestros cimientos procesales, la noción del “third-party funding” (en adelante TPF) me genera inicialmente desconcierto, pues evidentemente el financiador no es una tercera parte procesal en el litigio que se financia. Prefiero hablar en España – al modo de la American Bar Association, que sigue a su vez el informe elaborado en EEUU para la RAND Corporation por Steve Garber en 2010 – de financiación alternativa de litigios (ALF), que salvadas las distancias con el modelo americano designa más exactamente a la financiación de litigios por entidades que no sean las partes mismas, sus abogados u otras personas con derechos preexistentes ni relación contractual con una de las partes, como un proveedor de liquidez  o un asegurador de responsabilidad.  El TPF, no obstante, es la denominación más extendida, pues a pesar de ese eco procesal indeseado, en realidad no alude a las partes del proceso:  es un término inglés[2] que debe examinarse en su contexto, el antes descrito, que es el de la relación cliente-abogado. Es en este escenario en el que irrumpe un tercero, el fondo, que sufraga todos los costes ligados a ese pleito, y no en el pleito mismo, donde el fondo no puede ser considerado tercero de forma alguna. Si la financiación no se destina al cliente que precisa de ella, sino al propio despacho o bufete (financiación de sus portfolios de litigios o por paquetes), que así sufraga con sus medios, propios o ajenos, esa acción por una perspectiva favorable de rendimiento (generalmente ligado a acciones colectivas), hablamos igualmente de financiación de litigios, pero desaparece el concepto del tercero en el sentido que aquí reseñamos, pues siguen siendo dos las partes relevantes de la ecuación.

Mediante el TPF un tercero, sin interés directo en el proceso – ya sea un proceso judicial ya sea proceso arbitral, es decir, empleo el término litigación, litigio o pleito en sentido general, equivalente a cualquier proceso contencioso – provee de a una de las partes de los recursos necesarios para sufragar, activar y culminar el litigio, recibiendo a cambio, en caso de que las pretensiones del litigante sean estimadas, un retorno generalmente consistente en un porcentaje de las sumas recuperadas (entre un 15 y un 50%), o un múltiplo del montante adelantado por el financiador (entre 2 y 10 veces la financiación), o una combinación de los dos;  en caso contrario, soporta la pérdida de la inversión, incluyendo incluso el pago de las costas, sin que el litigante tenga coste por ello[3].

No debe sorprender, por tanto, que asistamos a decisiones de negocio y que las mismas estén, deben estarlo sin duda, animadas por criterios objetivos y sólidos sobre el retorno de esa inversión. No en vano, hablamos de una industria que, como todas, procurará de forma legítima maximizar el rendimiento de la operación y minimizar el riesgo. Para ello, se parte de una evaluación del caso, derivada de la correspondiente due diligence. A estos efectos, suele pedirse un resumen ejecutivo del asunto, sobre el que se van efectuando peticiones adicionales. Si el caso en efecto supera este examen, se accede a una segunda fase en la que el fondo se encuentra con el litigante y su abogado, destinada a profundizar en torno a las claves que el fondo debe asegurar:

  • La viabilidad real de hacer efectiva la tutela judicial en caso de éxito (enforceability), es decir, la capacidad real del demandado de pagar incluso en caso de éxito del caso o posibilidades reales de obtener el pago en fase de ejecución, incluyendo el examen de su liquidez, su solvencia, la localización o la naturaleza de sus activos.
  • Relevancia económica del caso, lo que incluye por supuesto el factor temporal en la jurisdicción o corte arbitral de que se trate.
  • El coste global del litigio, incluyendo la posibilidad de costas de contrario.
  • La experiencia y calidad del equipo legal que lleva el caso.

La evaluación técnica del caso, lógicamente esencial, puede requerir acceso a información confidencial del cliente, siempre protegida en este proceso, así como la intervención de expertos independientes, generalmente procedentes de la abogacía y ligados profesionalmente con los nuevos fondos de litigación. Se trata de un proceso que consume al menos un par de meses y que para el fondo supone un coste ineludible de miles de euros. A cambio, se invierte en activos con un nivel de objetividad y control muy superior a los presentes en la financiación de otros sectores, con productos más impredecibles y sujetos a más variables.

Si el caso mantiene el interés, se someterá a la aprobación formal de los órganos competentes de cada fondo, que podrán dar el OK y fijar el quantum de la inversión, tras lo cual deberá suscribirse el Funding Agreement, que recogerá los derechos y obligaciones de ambas partes; el método, la cantidad y las partidas por las cuales el fondo inversor prestará financiación; la forma y cuantía de la contraprestación; las causas de extinción o resolución del contrato y las condiciones de remisión y actualización de información entre inversores, clientes y abogados.

La expansión de este modelo de negocio ha sido brutal en Reino Unido, Australia o EEUU, cuyos fondos están penetrando todo el mercado europeo en estos momentos. En el Reino Unido, hablamos de una explosión en los últimos años de un 743%, entre 2009, año en el que la legislación fue modificada en este punto (un mercado de 180 millones de libras), y 2015 (con un mercado aquel año de 1’5 billions)[4]. Se trata de un modelo que ha venido para quedarse.

  1. LOS RIESGOS NO FINANCIEROS DEL TPF.

Descrito cuanto antecede, sería necesario abrir una página completa, mucho más extensa de lo que este modesto artículo pretende, sobre ciertos aspectos problemáticos del TPF, que también los hay. Me permito simplemente hacer una referencia a los mismos.

Superado el problema de la confidencialidad en el acceso a la información del cliente mediante los correspondientes NDA’s con él, quizás las cautelas más relevantes que saltan al paso tienen naturaleza deontológica, sobre todo en lo que hace a la posibilidad de control del litigio, de la dirección del caso, de apropiación de la pretensión del cliente, por parte del fondo que sufraga el coste del procedimiento. Un examen empírico de los contratos de financiación evidencia que en la práctica no es un riesgo relevante, aunque ciertamente se aprecia el interés en equilibrar las posiciones respectivas de las partes, como ocurre con la reserva de alguna de ellas del derecho a transar el litigio, que puede desproteger el derecho del cliente, dueño siempre del proceso, o desproteger la inversión y desincentivar ab initio cualquier posibilidad de financiación externa. Igualmente ocurre con preocupaciones del mismo calado, como la conveniencia de revelar la existencia de la financiación y la identidad del financiador a terceros como el propio tribunal, o la protección adecuada en estos casos del secreto profesional.

Estas tensiones han sido objeto de muy recientes y exhaustivos estudios, traducidos en un sistema de autorregulación y códigos de conducta de enorme interés. Puede acudir en este sentido al Código de la Association of Litigation Funders of England & Wales (AFL, v.nota 3), de noviembre de 2016; al White Paper on Alternative Litigation Finance de la Comisión de Ética de la American Bar Association; o como referencia más reciente, al estudio del ICCA (International Council for Commercial Arbitration) y la Universidad Queen Elizabeth de Londres, de 2018; todos ellos informes especialmente sensibles con la obligación de los abogados de mantener su independencia de criterio y ponerse a salvo de los conflictos de interés. Criterios estrictos que deben relacionarse con el resabio de la secular prohibición anglosajona de manteinance y champerty.

  1. FINANCIACIÓN ALTERNATIVA DE LITIGIOS EN ESPAÑA.

España ya conoce el TPF. El mercado español es ciertamente un mercado poco explorado, con muy escasa bibliografía y atención colegial y doctrinal, lejos de los niveles anglosajones, pero que ya hace uso actualmente de este tipo de financiación. Los arbitrajes internacionales españoles – en España y desde España, tierra de reputados especialistas – ya se están financiando con TPF, como ha ocurrido en materia de energía, e importantes procesos civiles, colectivos y de consumo, así como mercantiles, han llegado a los tribunales y se mantienen en ellos merced a esta financiación. Significativos procesos de insolvencia españoles han generado algunos de los más relevantes procesos financiados del mundo (c. Petersen vs Argentina, tramitado en Nueva York y derivado del concurso de la primera tramitado por el Juzgado de lo Mercantil nº 3 de Madrid), y la normalización del TPF que han originado la Directiva 104/2014 sobre acciones civiles por daños derivados de infracciones de defensa de la competencia y las demandas por los daños antitrust generados por el cartel de los fabricantes de camiones, ha hecho que el conocimiento de estas herramientas ya no sea un arcano en manos de un par de especialistas extranjeros.

La jurisdicción española, en el quinto país europeo por tamaño y economía, es fiable, resuelve en tiempos claramente mejorables, pero razonables en el entorno (más lento que Alemania, pero más rápido que Francia o Italia, por ejemplo, según informa el CGPJ en “La Justicia dato a dato” para 2017) y su predictibilidad va en aumento (un índice en 2016 de apelaciones civiles del 13’3% y de confirmaciones del 67’5%, como muestra A. Wesolowski usando la misma fuente). Las principales firmas europeas y algunas de las americanas operan en España desde hace años, y también comienzan a hacerlo los fondos de litigación.

Ajenos a nuestra tradición jurídica los conceptos de manteinance o champerty, el ordenamiento español no prohíbe el TPF, amparado en el principio general de autonomía de la voluntad del art. 1255 del Código Civil. Asistimos a negocios jurídicos complejos y parcialmente atípicos, asimilados a las cuentas en participación (arts. 239 y ss CCo), integrados en ocasiones con figuras perfectamente conocidas y habituales como la cesión de créditos y su regulación en el Código Civil (que como sabemos permite – art. 1534 – el retracto del crédito litigioso y entiende que éste solo existe tras la contestación de la demanda, no antes). Y precisamente por no haber existido en nuestro país la prohibición del champerty, los acuerdos de TPF permiten en España mayor flexibilidad en el reparto del control sobre el procedimiento, logrando mayor equilibrio en la negociación.

España cuenta pues con la estructura jurídica necesaria y el mercado preciso para la completa instalación en nuestros hábitos del TPF. La abogacía española debe conocer y asimilar estas herramientas, que por medio del abogado están a disposición de nuestros clientes. No depositemos el mercado español de la litigación en manos ajenas y gestores extraños a nuestra idiosincrasia: con nuestra tradición, con nuestro acento, con las limitaciones y ventajas que ofrece nuestro ordenamiento, podemos desarrollar para las empresas y los ciudadanos españoles una industria que ha venido para quedarse, generando nuevos roles para la abogacía nacional.

Para ello, no considero necesarias reformas legislativas integrales en este momento, tal y como recomendaba el Jackson Report para Reino Unido. Quizás el éxito de este mecanismo lo exija en unos años. En esta fase inicial es preciso acometer una tarea de autorregulación entre los fondos y el CGAE, que incluya un desarrollo adecuado y suficiente de las cautelas deontológicas que derivan de la financiación de litigios.

No obstante, la negociación práctica con los fondos de litigación muestra que ciertas medidas sí que favorecerían el desarrollo de estas herramientas de acceso a la Justicia. Queden reflejadas simplemente algunas de ellas:

  • Una regulación completa y moderna de las class actions en España, con perjudicados indeterminados y de clase, diseñando mecanismos de opt in y opt out válidos en los Juzgados, que permitan sumarse o apearse a los afectados de forma rápida y ágil.
  • Una reforma en materia de competencia territorial y objetiva para este tipo de acciones colectivas, que aseguren la concentración y eviten una dispersión que, en una lógica de inversor del todo razonable, ahuyenta la inversión en España.
  • Una reforma en materia de especialización mercantil que enfatice esa concentración para determinadas materias, al modo ya existente para la insolvencia o, más recientemente, en la forma establecida en materia de propiedad industrial tras la reforma de la Ley de Patentes y el Acuerdo del CGPJ de 21 de diciembre de 2016. La utilidad de esta reforma, por ejemplo, en materia de acciones civiles antitrust, sería evidente.

[1] Recomiendo a los interesados en ahondar en el nacimiento de esta industria, hoy muy sofisticada, que se asomen a la evolución de conceptos medievales del common law como es la prohibición de maintenance y champerty, hoy ya desaparecida en la práctica pero con huellas evidentes en el rechazo anglosajón, como se verá, del control del financiador sobre el litigio.

[2] Las negociaciones con los fondos de litigación internacionales permiten otras disquisiciones terminológicas: resulta de utilidad comprender la diferenciación exacta entre lo que en castellano llamamos fondear y financiar, pues el third party funding en realidad se dedica a lo primero, asumiendo el coste completo de un eventual fracaso en la litigación. Este costeo o fondeo es particularmente más difícil de aprehender en el castellano de España, donde forma instintiva acudimos a la “financiación” del litigio, un término más natural pero que resulta equívoco si no se conoce la actividad de este tipo de fondos.

[3] Para más información, ver web de la AFL http://associationoflitigationfunders.com/litigation-finance/, de los mismos fondos.

[4] http://www.justicenotprofit.co.uk/wp-content/uploads/2015/09/Final-TPLF-Paper.pdf.

Las reticencias históricas inglesas a la financiación externa ligadas a los casos de maintenance y champerty desaparecieron con su descriminalización en 1967, que no logró que se hiciera uso del litigation funding, y sobre todo, una vez dictada en 2005 la sentencia de la Corte de Apelación de Inglaterra y Gales en el caso Arkin vs. Borchard Lines Ltd & Others, con la Jackson Review of Civil Litigation Costs de 2010, basada en el llamado Jackson Report de diciembre de 2009, encargado a Lord Justice Jackson, ley que aprobó el empleo de financiación proporcionada por terceros inversores y promovió la creación de un código de conducta para su práctica, lo que generó el crecimiento geométrico descrito.

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