15 septiembre 2014
¿Implica siempre la justicia universal más Justicia?
Carlos Pérez del Valle, catedrático de Derecho Penal y Rector de la Universitat Abat Oliba CEU
La reforma de la Ley Orgánica 1/2014 de 13 de marzo, que modificaba la Ley Orgánica del Poder Judicial y, por ello, la competencia de los tribunales españoles, ha generado un debate que trasciende el ámbito del derecho y ocupa de una forma poco habitual a la esfera de la política. En 2009, una reforma anterior regulaba el denominado principio de justicia universal con cierta amplitud y, desde luego, la interpretación que habían hecho algunos jueces suponía una competencia dilatada de los órganos judiciales españoles. La cuestión es, por tanto, a quién asiste la razón desde un punto de vista jurídico o, al menos, si la reforma que ha promovido el Gobierno es tan disparatada como pretenden algunos.
A mi juicio, un análisis jurídico del problema requiere, sobre todo, examinar la cuestión de fondo: en qué casos debe quebrarse el principio de vigencia de la ley penal en el territorio, que sería el dominante en el derecho moderno. Y esto es así pese a que la tradición del derecho continental en el derecho romano era precisamente la vigencia personal del derecho penal; sin embargo, en este aspecto ha sido un principio del common law –que está precisamente en el origen de la institución del jurado- el que ha logrado prevalencia en el continente. En otras palabras: el derecho penal es, por principio, de aplicación en el territorio; la excepción es su aplicación extraterritorial.
Un ejemplo tradicional de aplicación extraterritorial del derecho penal es la defensa de intereses básicos del Estado, tanto en una perspectiva de la subsistencia de la constitución política (rebelión, traición, entre otros) como en el ángulo de una mínima seguridad de la política económica (falsificación de moneda o control de cambios). La justicia universal, sin embargo, implicaba una excepción vinculada en su origen fundamentalmente al derecho internacional: los artículos I y V de la Convención de prevención y sanción del delito de genocidio era, sin duda, una muestra de ello al establecer la obligación de medidas de sanción penal a los estados que lo suscribieran. Pero no puede olvidarse que esta sanción del genocidio como “un delito de derecho internacional” se encontraba ya en la Resolución 96 (1) de 11 de diciembre de 1946 de Naciones Unidas. Más allá de estos casos, la ampliación de competencia de los tribunales españoles, como en el caso de los delitos de tráfico de drogas que han originado parte del debate público actual, resultaba más que discutible; pero, en cualquier modo, implicaba la defensa, por parte de quienes más lo critican, de uno de los postulados básicos del denominado derecho penal del enemigo: la ampliación de los presupuestos aceptados para delitos que ponen en riesgo la subsistencia de la sociedad a otros delitos que, en principio, no supondrían ese riesgo.
Las mutilaciones genitales femeninas, cuya desaprobación nadie en su sano juicio podría discutir, puede mostrar las consecuencias absurdas a las que una previsión acrítica del principio de justicia universal puede conducir. El Tribunal Supremo, en una sentencia dictada el 16 de diciembre de 2013, absolvía finalmente a la madre de una niña de tres años a quien se había practicado una mutilación genital. Interesa ahora que los hechos probados por los que había condenado la Audiencia Nacional de Barcelona consistían en que la madre, antes de entrar en territorio español y cuando todavía residía en Senegal, había dejado a la niña bajo la custodia de la abuela, y ésta habría practicado o consentido la mutilación; pocos meses después, madre e hija se reúnen con el padre en España y en un reconocimiento médico se observa la ablación. Pese a la absolución del Tribunal Supremo, nadie ha discutido la competencia de los tribunales españoles de acuerdo con las normas de la reforma de 2009: los responsables “se encontraban en España” y, con esto, es suficiente para la persecución del delito de acuerdo con el artículo 23.4 de la Ley Orgánica antes de la reforma. En todo caso, la absolución tiene relación con la ausencia de pruebas, y ésta con las dificultades de obtenerlas en este contexto.
La atribución de competencia universal -aparentemente justa, porque se apoya en lo reprobable de las mutilaciones- esconde una paradoja: aunque ese hecho no fuese delito en el país de origen -lo cual, pese a lo que en ocasiones se piensa, no es frecuente- debería castigarse a la madre que actuó en ese caso antes de residir en España; es más: si la madre fuese transeúnte también podría ser acusada del delito por los tribunales españoles. La llegada a un ámbito cultural diferente constituye un paso ante el cual ya no cabe arrepentimiento, aunque cuando se realizó no existiese relación alguna con el país en el que se puede ser condenado. El argumento de que podría hablarse de un error de prohibición inevitable que excluiría la pena sería sólo eficiente si el hecho no es delito en el lugar de procedencia; si lo es y el autor actuaba sobre la base de un clima de cierta tolerancia, que es precisamente lo que sucede con más frecuencia, nunca sería inevitable.
No me cabe duda de que las mutilaciones genitales femeninas han de ser castigadas de una forma radical, y la alusión a un conflicto en una sociedad multicultural debe ser aquí ineficaz. Pero el tratamiento en términos de competencia de los tribunales españoles ha de ser racional, también desde un punto de vista práctico: sin duda, deben de ser sancionados quienes cometen el delito, y sin duda también cuando se trata de residentes en España que aprovechan una estancia corta en el país de origen para ello, tal como establece la reforma al referirse a los hechos previstos en la Convención del Consejo de Europa de 11 de mayo de 2011, en cuyo artículo 38 se hace referencia a las mutilaciones genitales femeninas. Pero sin esta cualidad de la residencia previa, las dificultades de la imputación son indiscutibles, también en relación con la prueba, como lo demuestra la absolución en la sentencia de 16 de diciembre de 2013 a la que antes me he referido.
En suma: no cabe afirmar que, en todo caso, el principio de justicia universal garantiza más justicia material. De hecho, y aunque en el genocidio hay elementos particulares -como una cierta tradición, al menos desde Núremberg- que lo caracterizan, el Estatuto de Roma ha intentado resolver las cuestiones del principio de justicia universal precisamente en ese ámbito: la creación de un órgano judicial internacional con competencia quasi-universal. A mi juicio, los esfuerzos deben dirigirse más bien a que lo sea de forma indiscutible y sin fisuras, y no a crear una competencia cuya concreción en la práctica es poco menos que una quimera.