18 enero 2016

La responsabilidad penal de las personas jurídicas: Societas delinquere non potest…, sed puniri potest!

Por Antonio del Moral García, magistrado del Tribunal Supremo

suLa introducción de un sistema de responsabilidad penal de personas jurídicas en 2010, sensiblemente remodelado en 2015, representa una revolución en nuestro ordenamiento penal. Apenas ha dado sus primeros pasos: hemos saludado el primer pronunciamiento jurisprudencial de aproximación y tanteo remotos a comienzos de septiembre. Está anunciado otro para fechas cercanas que, además, emanará del Pleno de la Sala Segunda. Será el segundo eslabón de una previsible larga cadena que tardará años en conformar un diseño perfilado y nítido que ofrezca soluciones a los no pocos problemas exegéticos y prácticos que se agazapan tras esa relevante innovación. La Fiscalía General del Estado, por su parte, acaba de alumbrar una segunda Circular elaborada ya a la vista de la modificación de 2015.

El antes

Para saber qué ha cambiado bueno es recordar qué pasaba antes de 2010. ¿Qué sucedía cuando se cometía un delito en el curso de la actividad de una persona jurídica? Las personas morales no podían sufrir penas, pero sí medidas de seguridad caracterizadas como consecuencias accesorias. Cuando lo autorizaba el Código se podía acordar la clausura temporal o definitiva de una empresa, la disolución de una sociedad o la suspensión o prohibición de todas o algunas de sus actividades (art. 129 CP 1995).

Además la persona jurídica sería en su caso responsable civil, subsidiario o solidario (arts. 120.3 y 122 CP). Y cabía imponerle una multa gubernativa, normalmente con posterioridad al enjuiciamiento penal de la persona física responsable mediante el correspondiente expediente sancionador.

Y, por supuesto, los delitos cometidos en el seno o a través de personas jurídicas no quedaban impunes: serían condenadas las personas físicas que hubiesen intervenido en la comisión del delito. Detrás de una persona jurídica siempre hay personas físicas. Y detrás de la actuación de una persona jurídica siempre encontramos la actua­ción de personas físicas. La persona moral, por definición, por la misma realidad de las cosas, ha de actuar a través de individuos. Y al Derecho Penal le interesan primordialmente los comporta­mientos humanos: no se conforma con imputar la actividad al colectivo. Reclama averiguar qué personas físicas concretas han llevado a cabo la actividad delictiva o han contribuido a ella a través de alguna forma de participa­ción contemplada en el CP, bien con su colaboración activa, bien con su indebido dejar hacer (omisión de quien es garante). Ese objetivo ni se desaparece ni se diluye con la reforma. Todo este discurso sigue vigente.

Un ejemplo ilustrará la exposición. Si una industria de una multinacional farmacéutica realiza vertidos contaminantes a aguas fluviales con infracción de la normativa medioambiental podremos estar ante un delito ecológico. Las personas físicas responsables (directivos o empleados) debían ser condenados por su participación. Si se habían causado perjuicios las indemnizaciones o tareas de reparación impuestas debían ser asumidas por la empresa junto con las personas físicas condenadas. La entidad farmacéutica podía ser objeto de una sanción administrativa (generalmente pecuniaria) y, además, no lo olvidemos podía sufrir en el seno del proceso penal una de esas medidas aludidas (art. 129 CP), que, no obstante, fueron muy escasamente utilizadas.

El hoy: cambios, pero no tantos; contenidos iguales, envoltorios distintos

¿Qué sucedería hoy ante ese mismo supuesto?

Pues bien, a salvo la posibilidad de que la entidad demostrase que tenía implantado un plan de cumplimiento eficaz que actuaría como eximente de su responsabilidad penal (que no de la civil: y, creo, que tampoco de la gubernativa) las consecuencias no diferirían mucho.

Los mismos directivos o empleados recibirían una condena por un delito contra el medio ambiente. La empresa farmacéutica sería condenada como responsable penal (art. 31 bis) a una pena de multa, quizás no superior a las previstas en la legislación administrativa. Solo eventualmente (como sucedía antes) cabrían otras penas (justamente las consecuencias accesorias del anterior art. 129; a las que ahora se bautiza como penas en el art. 33 CP). Los contenidos sancionatorios, así pues, son idénticos: multa y, en su caso, otras medidas. También la responsabilidad civil. El cambio en lo esencial radica en que a partir de diciembre de 2010 la multa y las eventuales consecuencias accesorias a la entidad titular de la industria farmacéutica se denominan penas, en lugar de sanción administrativa y consecuencia accesoria. El cambio de nomenclatura hace variar profundamente el camino a seguir para su imposición.

Han cambiado los envoltorios: una multa administrativa es muy distinta a una pena de multa. Esa mutación arrastra variaciones en los fundamentos dogmáticos; y en los procedimientos (son mayores las garantías de un proceso penal que las que brinda un expediente administrativo). Unas multas impuestas como penas tras un proceso jurisdiccional tienen una significación muy diferente a las decididas por un órgano administrativo, aunque las cuantías puedan ser inferiores. De cualquier forma las divergencias son menores que las que se presentan entre una pena y una sanción administrativa impuestas a una persona física. Hablando de personas físicas, entre ambos tipos de sanciones media un abismo: el impago de la multa puede acarrear privación de libertad. A nivel de personas jurídicas la distancia no es tanta.

El cambio es más simbólico que de contenidos. Materialmente las penas son exactamente lo mismo que antes eran las consecuencias accesorias y las sanciones administrativas. Pero con una etiqueta distinta –“penas”- lo cual es más relevante de lo que parece. La Sociedad percibe de forma muy diferente la multa que podría imponer el Servicio de Prevención del Blanqueo de Capitales a una entidad financiera por no haber respetado la normativa específica, que la misma multa impuesta por un Tribunal bajo un titular que rece “La Audiencia Y condena al Banco X por delito de blanqueo de capitales”.

Esa constatación explica por qué las nuevas previsiones estén representando un revulsivo en las empresas que se han apresurado a tomar cautelas y diseñar programas de prevención que ahuyenten el fantasma de una condena penal. Esos programas de prevención, que gozan ya de raigambre en otros países, eran contemplados como atenuante. Su papel se ha fortalecido en la reforma de 2015: se les dota del rango de eximente. La acreditación de que se ha implementado un plan de cumplimiento eficaz supone en ciertas condiciones la exención de responsabilidad penal de la persona jurídica.

¿Es más eficaz y disuasorio ese sistema? El tiempo lo dirá. Una primera valoración de los efectos psicológicos a nivel de directivos de empresa sí parece indicar que ha supuesto un acicate para la profundización e implantación de fórmulas preventivas para evitar la criminalidad en la empresa. No porque asusten las penas en su materialidad, sino porque impone mucho respeto el riesgo reputacional cuyas repercusiones económicas negativas poder ser mucho mayores que la cuantía de la multa.

¿Autorresponsabilidad o heterorresponsabilidad?

La persona jurídica responde penalmente ¿por el hecho de otro o por su propia conducta de hacer –o, más bien, no hacer-? Esta pregunta se reputa clave. Se debate con pasión sobre ella. El sector doctrinal partidario de considerar que es un sistema de heterorresponsabilidad se vio respaldado por la Circular 1/2011 FGE. Se descartaba contundentemente la interpretación que quería descubrir –forzando algo las cosas- en el sistema de 2010 una fórmula de responsabilidad por hecho propio, propugnando una redefinición de la culpabilidad aplicable a los entes colectivos. La exigencia de responsabilidad penal de personas jurídicas no puede ser –se argumentaba desde ese otro lado- la coartada para abdicar de principios básicos del derecho penal como son el principio de culpabilidad o la prohibición de responsabilidad por hechos ajenos (básicamente, arts. 5 y 10 CP).

Esta visión ha salido reforzada de la modificación de 2015 -en vigor desde el pasado 1 de julio- pues se confiere en todo caso a los programas de cumplimiento eficaces ex ante  un valor exonerador también cuando el autor del delito es un directivo del ente.

Hacia esa concepción apunta en un obiter dicta la STS 514/2015, de 2 de septiembre antes aludida: “La ausencia de un recurso formalizado por esta entidad, obliga a la Sala a no abordar el llamativo distanciamiento del FJ 4º de la sentencia recurrida respecto de las exigencias del principio de culpabilidad (art. 5 CP). Esta Sala todavía no ha tenido ocasión de pronunciarse acerca del fundamento de la responsabilidad de los entes colectivos, declarable al amparo del art. 31 bis del CP. Sin embargo, ya se opte por un modelo de responsabilidad por el hecho propio, ya por una fórmula de heterorresponsabilidad, parece evidente que cualquier pronunciamiento condenatorio de las personas jurídicas habrá de estar basado en los principios irrenunciables que informan el derecho penal”.

             No es esa mi percepción. No creo que la imposición de una pena a una persona jurídica según nuestro vigente Código exija en cada caso un profundo análisis de su culpabilidad en concreto, se conciba como se conciba la culpabilidad de la persona jurídica, si es que se llega a la conclusión de que ambos conceptos (culpabilidad y persona moral) son cohonestables (yo lo dudo; o mejor, lo admito solo si aceptamos que vamos a llamar culpabilidad a algo distinto de lo que venimos denominando culpabilidad cuando la referimos a individuos: si convenimos en ello, no tengo inconveniente en llamar a ese nuevo concepto culpabilidad). Nadie duda del imperio del principio de culpabilidad como rector de cualquier condena/pena a una persona física. Sin embargo en muy pocas sentencias condenatorias encontraremos una reflexión ad hoc, aunque sea somera, sobre el principio de culpabilidad. La mayoría de las veces, ni siquiera una mínima alusión o mención: es un sobreentendido. Solo cuando se ha suscitado algún problema específico (de error, de no exigibilidad, de inexistencia de culpa, de falta de imputabilidad…) se debate sobre ello. En los demás casos se presupone la culpabilidad sin necesidad de grandes proclamaciones o enfáticas declaraciones precedidas de estudios sobre la imputabilidad o la exigibilidad de una conducta conforme al ordenamiento en el caso analizado. De igual forma cuando una persona jurídica se hace merecedora de una pena por virtud de lo establecido en el art. 31 bis solo debe analizarse específicamente esa problemática paralela si se invoca la presencia de un elemento excluyente de esa responsabilidad (programa de cumplimiento). Pero no es exigible en cada caso que se demuestre positivamente y se razone absurdamente que en la persona jurídica no existía una cultura de cumplimiento generalizada que sería como la faz negativa de la culpabilidad; o defectos estructurales de organización (según la concepción de la culpabilidad de las personas jurídicas que sostienen algunos). Exigirlo sería sobredimensionar la cuestión por supuesto muy por encima de lo que hacemos con el enjuiciamiento de personas físicas, quizás alentados por una sutil mala conciencia que nos susurra que no es lo mismo.

Por estas razones no creo que fuesen exigibles mayores consideraciones a la sentencia de la Audiencia Provincial analizada en la resolución del TS parcialmente transcrita a la que parece reprocharse una cierta simpleza o falta de sensibilidad en el abordaje de la responsabilidad de la persona jurídica. Nada se había alegado rechazando la concurrencia de los requisitos del art. 31 bis; nada, por tanto, había que argumentar. Esa ausencia de tratamiento no significa en absoluto menospreciar los principios esenciales del derecho penal.    

En mi opinión en buena medida –aunque no totalmente- estamos ante un debate semántico. Lo decisivo han de ser los conceptos y no las palabras. No podemos enredarnos con la terminología. Los principios se edifican sobre contenidos y no sobre la semántica. La clave está en aflorar lo que hay materialmente detrás de la regulación del art. 31 bis sin sentirnos esclavizados por los términos empleados (la expresión penalmente responsables despista al intérprete). Lo determinante será diseccionar el régimen de los arts, 31 bis y siguientes para establecer cuándo es imponible una pena a una persona jurídica, qué requisitos son necesarios para ello. Cómo bauticemos luego a ese conjunto de presupuestos (culpabilidad o de otra forma) y qué adscripción dogmática demos al sistema es algo que desde el punto de vista práctico (otra cosa es el mundo académico) tiene una importancia relativa. Con esta perspectiva ha de afrontarse la aplicación práctica del nuevo régimen huyendo de infecundas disquisiciones doctrinales.

El legislador lo que hace es proclamar que cuando determinadas personas actuando como directivos o empleados de una persona jurídica, cometen alguno de los delitos específicamente establecidos en beneficio de la entidad, habrá que imponer una pena también a la persona jurídica, salvo que existiese un programa de cumplimiento eficaz que ha sido burlado por el autor (art. 31 bis). Estas son las referencias legales. Que desde esa base normativa estemos en condiciones de hablar de exigencia de culpabilidad, tras reformatear y adaptar ese concepto, o de autorresponsabilidad son cuestiones que en la aplicación de la norma revisten menos interés, por más que éste pueda ser superlativo en un debate académico.

Principios de culpabilidad y personalidad de las penas y responsabilidad penal de personas jurídicas

Principio de personalidad de las penas (art. 5 CP) y responsabilidad de las personas jurídicas no son fácilmente conciliables, salvo que entornemos los ojos de la mano de la ficción para no ver lo que es, sino lo que quisiéramos ver: imaginar (imaginar porque la idea no es real) que quien sufre la pena es la persona jurídica.

Para imponer una pena a una persona jurídica es necesario que otro (una persona física) cometa un delito. La responsabilidad de la persona jurídica no es, empero, automática: es necesario constatar la presencia de ciertas condiciones entre las que se cuenta la ausencia de medidas de control. Pero ni después de 2010, ni después de 2015  las personas jurídicas pueden ni delinquir por sí solas, ni ser culpables en el sentido que predicamos esa categoría de las personas físicas. La persona jurídica no comete delitos. Quienes cometen el delito son personas físicas, aunque en algunos casos, cumplidos ciertos requisitos, presupuestos y condiciones, el delito cometido por determinadas personas individuales genere como consecuencia la imposición de una pena a la persona jurídica por cuya cuenta o bajo cuya dirección actuaba. Esa pena van a ser sufrida siempre por personas que no son “culpables”, va a ser padecida indirectamente por quienes integran la persona jurídica, más allá de que personalmente hayan incurrido en alguna forma u otra en culpa. La persona jurídica no puede padecer, no puede sufrir, salvo en sentido figurado (se dice que padece, cuando padecen sus propietarios).

Abiertas las puertas a la responsabilidad penal de las personas jurídicas, inevitablemente se da paso a un elemento de ficción en el derecho penal. Se quiera o no. Puede ser funcional y eficaz esa reforma. Y creo que lo es. Pero es insoslayable asumir que introduce algo no ya diferente, sino muy diferente. Las personas jurídicas tienen fundamento en la naturaleza sociable del hombre. Pero la atribución de personalidad jurídica comporta unas dosis de ficción que se concilian mal con el derecho penal. Habrá que elaborar un derecho penal de la persona jurídica, pero no podremos olvidar que siempre aleteará ese componente de ficción. Lo que no podemos es convertir a la persona jurídica en una persona física. Y cuando hablamos del principio de personalidad de las penas, siempre hemos pensado en personas físicas, en individuos. Por eso al referir el principio de personalidad de las penas a las personas jurídicas las cosas no son igual. No pueden serlo. Eso es engañarse. Cuando imponemos penas a personas jurídicas por necesidad estamos dando un nuevo sentido, más amplio, al principio de personalidad de las penas. Formalmente, no; pero materialmente, sí. Porque la persona jurídica no es una persona en sentido real.

Si la pena se concibe como un mal, como una privación de derechos, el mal solo de una manera “figurada” es sufrido por la persona jurídica: las personas jurídicas realmente “no sufren”. El mal afectará a personas físicas: normalmente las que integran la persona jurídica. Si se impone una pena de multa a una sociedad anónima, quien sufrirá una merma económica en su patrimonio serán los accionistas. Si una asociación es disuelta, serán los socios, personas físicas, los afectados. Aunque en el primer caso los accionistas sean totalmente ajenos a la conducta delictiva que ha desencadenado esa multa; o aunque el delito que motivó la disolución haya sido perpetrado por el gerente de la Asociación que ni siquiera es integrante de ella. O, en un ejemplo más gráfico, si el titular del noventa y nueve por ciento del capital de una Sociedad de responsabilidad limitada es un menor de edad que lógicamente tendrá un representante legal (un tutor si es huérfano) y esa Sociedad es condenada a una altísima pena de multa que la arrastra a la quiebra, por virtud del delito cometido por uno de los empleados, es ridículo sostener que el principio de personalidad de las penas no se erosiona porque a fin de cuentas quien ha sufrido la pena ha sido la persona jurídica que es la que ha cometido el delito al no desplegar la oportuna vigilancia sobre el empleado. No es así: entre otros, quien padecerá en su mayor medida la pena será el menor. Lo otro es una explicación “formalista” e irreal: es una ficción. Lo real es que el patrimonio del menor se verá reducido. ¿Es eso respetuoso con el “no hay pena sin dolo o culpa”?

Un acercamiento similar y usando el mismo ejemplo se puede efectuar en materia de culpabilidad. El “culpable” de esa acción delictiva será el empleado. También podrá decirse que el administrador encargado de vigilar a ese empleado incurrió en una conducta imprudente al no establecer las debidas medidas de control: ¿es eso culpa de la persona jurídica? Si se quiere, llámesele así: pero es culpa del administrador (o administradores). Podríamos seguir la cadena y encontraríamos a otras personas (accionistas mayoritarios, v. gr.) que tendrían cierta culpa por haber elegido como Administrador a alguien que no era merecedor de esa confianza, porque carecía de las cualidades debidas para “controlar” adecuadamente a los empleados de la empresa. ¿Llamaremos a eso culpabilidad de la sociedad? Se podrá decir que sí, pero también será una ficción: la culpa solo será atribuible en su caso a las personas físicas accionistas que eligieron a esa persona, pero no a los que votaron en contra. Y, desde luego, en el menor –que es al final el que padecerá la pena en mayor medida, si no única- por más que nos empeñemos no seremos capaces de hallar ni una gota de culpabilidad. En último término toparemos con una o varias personas físicas que han realizado acciones más o menos reprobables, bien intencionadamente, bien negligentemente. Será solo la conducta de una persona, o la confluencia de las conductas de varios o muchos vinculados a la empresa. Si queremos denominar a esa confluencia de conductas individuales culpables o a la de uno especialmente relevante “culpabilidad de la sociedad”, de acuerdo; pero no nos engañemos diciéndonos que con eso queda a salvo el principio de culpabilidad tal y como lo hemos entendido durante siglos. Estaremos predicando de la persona jurídica, lo que ha sido la culpabilidad de una o varias personas físicas. Salvar los principios con juegos semánticos no es buena estrategia.

Sea como sea ese es el régimen vigente que, sin duda, obedece a una filosofía y es funcional por cuanto ha reforzado una cultura de cumplimiento de la legalidad por las empresas. Se ha implantado un modelo en el que no es la persona jurídica la que delinque, sino la que recibe una pena en algunos casos y con ciertas condiciones por algunos delitos cometidos por personas físicas vinculados con ella (responsabilidad vicaria o heterorresponsabilidad, aunque la exposición de motivos de la reforma de 2015 reniegue de esa catalogación). Desde luego que eso suscita problemas: pero se me antoja poco honesto utilizar el fórceps para hacer decir al Código lo que a uno le gustaría que dijera. Es aceptable lamentarse de esa opción; criticarla; propugnar su reforma; incluso defender que resulta inconstitucional. Pero no creo que el texto del Código permita manipulaciones interpretativas con la única finalidad de encajarlo en el propio modelo doctrinal.

Estimo por ello que la fórmula que encabeza estas líneas sería la adaptación o redefinición más correcta del viejo axioma –Societas delinquere non potest- al Código reformado. Las personas jurídicas siguen sin poder cometer delitos, entendiendo por tales las acciones que reúnen todos los elementos del delito: una acción típica, antijurídica, culposa o dolosa (es decir, culpable en alguna de sus formas) y punible. Lo que sí pueden es sufrir penas (Societas puniri potest). Con ese contenido ha de entenderse la declaración de que las personas jurídicas serán penalmente responsables de determinados delitos (art. 31 bis 1). No cometen delitos, sino que se les impone una pena por los delitos cometidos por otras personas siempre que se den determinados presupuestos y condiciones.

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