11 junio 2014
Una reforma judicial que expone la Justicia a una convulsión
Por Jesús López-Medel Báscones, abogado del Estado
Es ciertamente la innovación una virtud en la política. Pero esto tiene que ser acompasado por el reflejo y trascendencia que supondrán las decisiones de cambios. Hay ocasiones en que esas medidas se construyen sobre pretensiones muy egocéntricas de pasar a la historia, cuando no en la improvisación. En este sentido, es evidente, frecuente y, en algunos casos, patológico, la atracción (no pocas veces fatal) que tienen los gobernantes de ver su “obra” en el Boletín Oficial del Estado.
Pero diferenciar la innovación de la ocurrencia o el afán compulsivo reformista (a veces verdaderamente contra-reformista en el fondo), es tarea que deberían ponderar los gobernantes, aunque solo los que son auténticamente responsables podrían hacerlo.
Una de las áreas donde más cambios normativos se están promoviendo es en el sector de la justicia. No es momento de hacer una valoración de los ya sustanciados. Pero si ocuparnos de la última gran modificación legislativa anunciada y cuyo alcance podría, si saliera adelante, tener unas consecuencias muy importantes y graves. Me refiero a la publicitada amplia reforma y de calado (no me refiero a la chapuza del vertiginoso aforamiento del ex monarca) de la Ley Orgánica del Poder Judicial que sumada a otras ya producidas en esta norma (como la puntual sobre el diseño del domesticado y devaluado Consejo General del Poder Judicial) exponen la justicia a una convulsión y a unos peligros que afectan al eje de su independencia.
No es una modificación legislativa cualquiera sino algo que afecta de un modo capital a la configuración de uno de los tres poderes del Estado y de modo capital a la organización y funcionamiento de la Administración judicial. Además, nunca debe dejar de insistirse de que ello está directamente vinculado a uno de los derechos fundamentales que diseñan de modo nuclear el Estado de Derecho. Este no existe si no está adecuadamente configurada la tutela judicial efectiva de los derechos e intereses de los ciudadanos.
El hecho de afectar a un derecho tan relevante en nuestro sistema constitucional debería suponer que los dirigentes gubernamentales (el legislativo actúa como una correa de transmisión del Ejecutivo), habrían de tener especial sensibilidad para proceder a una regulación adecuada y sensata.
Esta es, desde un punto de vista formal, una ley orgánica por mandato del artículo 122 de la Constitución que ordena que sea este tipo de norma la que determine la constitución, funcionamiento y gobierno de los juzgados y tribunales así como el estatuto jurídico de los jueces y magistrados.
Lo que caracteriza las leyes orgánicas en el artículo 81 CE es doble: la mayoría absoluta que debe obtener en el Congreso y la mención de las materias que han de ser así reguladas. Aunque sólo se refiere a tres este precepto, hay otras que son requeridas en otros (como es el caso de la LOPJ). Todas tienen en común que afectan a ámbitos nucleares del sistema democrático que la Constitución configura. En el caso del poder judicial es doble, como señalábamos y hay que reiterar: su vinculación con un derecho fundamental de gran trascendencia y la configuración de un poder capital del Estado, que ha de operar, también, como elemento de control del poder y no como una extensión de este.
Respecto a la mayoría exigible en la Cámara alta, resulta muy importante considerar que esto es algo más que una exigencia aritmética. Hoy muchos dirigentes no lo saben ni entienden y por eso hay que recordarlo. El constituyente quiso expresar una idea importante y, desgraciadamente, olvidada: los aspectos nucleares del Estado deben ser consensuados. Por ello, resultaría absolutamente indispensable que la anunciada amplia reforma de la organización y funcionamiento de los tribunales fuese de modo muy amplio consensuada tanto a nivel político como jurídico.
Hay que recordar e insistir que por mucha mayoría absoluta que disponga cualquier gobierno, ello no es un cheque en blanco para actuar de modo absolutista en su ejercicio. Si, una vez más, de ese modo se procede en esta materia referida a la organización y funcionamiento del poder judicial, estarían erosionando la Constitución cuyas cicatrices causadas desde hace un tiempo por el poder político y la marginación de aspectos básicos (además de su apropiación y/o secuestro) y su propio desgaste, están poniendo en cuestión nuestra norma básica de convivencia. Si, la erosión de ésta, es lo que se produce cuando el exigible políticamente consenso constitucional no se refleja en el mismo proceder sino que se actúa imponiendo siempre sus decisiones.
CONFIGURACIÓN DEL PODER JUDICIAL
La configuración del poder judicial es, claramente, uno de los elementos de la arquitectura institucional del Estado. Esta no puede diseñarse por un sólo partido político, menos aún en la crónica soledad en que empieza a encontrarse y, tampoco, sin el acuerdo con los sectores implicados en lo que es la Administración de Justicia, eso que algunos llaman “operadores jurídicos”.
Ya la génesis del anteproyecto de ley del que estamos tratando, hace encender alarmas. No me refiero aquí, insisto, en la crítica a los cambios que quiere implantar, sino a la forma en que se está conduciendo el proceso.
Que todos los sectores del mundo del Derecho se hayan enterado inicialmente por los medios de comunicación y no se les haya dado ninguna participación ni noticia en el proceso inicial es muy preocupante. Que ni a las asociaciones judiciales, la abogacía, los fiscales, los secretarios judiciales hayan tenido cauces de participación desde el gobierno, impulsor de la reforma, deslegitima el proyecto en su origen.
El texto parece se ha elaborado por un reducido grupo de expertos (que, además, no se ha hecho público) pero con todos los respetos a su probable gran sapiencia jurídica, probablemente no tienen carácter representativo ni plural en su extracción. La preparación individual es muy importante pero no es suficiente cuando se trata de elaborar normas de amplio calado y transcendencia. O al menos, desde su elaboración inicial cualificada, debería haberse abierto canales de participación social a todos los sectores. No ha sido el Ministerio quien lo ha hecho sino desde otras instancias como el CGPJ o el Consejo Fiscal, aunque otros operadores jurídicos no han tenido cauce alguno. Algunos lo harán presentando sus alegaciones ante el Consejo de Estado. Las valoraciones que están haciéndose públicas, son muy negativas. Pero, como anunciamos, no es este el tema propio de este artículo aunque sólo me permito una observación muy preocupante: la independencia judicial.
CAPACIDAD DE ESCUCHA
Ciertamente una norma no debe responder a intereses corporativos legítimos y, evidentemente, un gobierno y un parlamento deben tener la independencia de criterio a la hora de configurar un diseño novedoso de la organización judicial. Pero ello no debe hacerse de espaldas a los que deben ser parte fundamental de ese proceso. Y no me refiero solo a la judicatura y la fiscalía sino también, de modo especial, a la abogacía.
En todo caso, revela que, una vez más, es tiempo de reivindicar de nuestra clase dirigente algo que hace mucho tiempo olvidaron y que es fundamental en todos los aspectos de la vida: la capacidad de escucha. Si lo aplicasen, guardarían ese texto en un cajón en unos momentos en que no solo es la legislatura la que esta pronta a decaer sino que también lo que está en decadencia es unas formas de hacer política (y leyes), un estilo y una legitimidad de ejercicio que un día, hace tiempo, perdieron en el camino.