16 diciembre 2020

A propósito del nombramiento de Amy Coney: selección y confirmación de jueces del Tribunal Supremo en EEUU

Por Javier Hernando Masdeu, abogado, doctor en Derecho y profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Villanueva de Madrid

INTRODUCCIÓN

El 26 de septiembre de 2020 Donald Trump anunció la nominación de Amy Coney Barret para ocupar la vacante dejada en el Tribunal Supremo por Ruth Bader Ginsburg, fallecida unos días antes. El 26 de octubre el Senado votó la confirmación de Barret y la nueva magistrada juró el cargo al día siguiente. Terminaba así un intenso y polémico proceso de confirmación que reabrió en EEUU un debate clásico: ¿cómo deberían ser elegidos los jueces del Tribunal Supremo? Conviene notar que no se trata de una cuestión de importancia local. Y no lo es principalmente por dos motivos.

En primer lugar porque algunas de las sentencias del Tribunal Supremo de los EEUU (United States Supreme Court; en adelante “el Tribunal”) proyectan su influencia mucho más allá de sus fronteras. Basta considerar, en ese sentido, la importancia de decisiones como Roe v. Wade sobre el aborto (1973) o Obergefell v. Hodges (2015) sobre el matrimonio homosexual. La posición de EEUU en el mundo hace que las decisiones que allí se toman tengan una resonancia extraordinaria y eso también se aplica a las sentencias de su Tribunal Supremo.

En segundo lugar, como se verá a continuación, el Tribunal es la corte que “inventó” el control de constitucionalidad de las leyes. Más de un siglo después se desarrollaría en Europa un segundo modelo de control, el llamado “kelseniano”. Pero el norteamericano fue el primero y ha influido decisivamente en la evolución de los sistemas europeos. Por eso es siempre una referencia constante para las democracias occidentales que han elegido un modelo de estado de derecho constitucional que otorga a unos jueces el impresionante poder de trazar límites a lo que puede hacer la mayoría.

Por los motivos citados me parece que es un asunto que nos interesa. Especialmente porque estamos “recién llegados” al control moderno de constitucionalidad y porque el debate sobre el sistema de nombramiento de los magistrados de nuestro Tribunal Constitucional sigue abierto en la doctrina y en la opinión pública.

EL ORIGEN DEL JUDICIAL REVIEW, EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES NORTEAMERICANO.

En 1801 John Adams, el segundo Presidente de los EEUU, había perdido las elecciones. Pero le quedaban aún algunos días de mandato y aprovechó para nombrar una batería de jueces próximos a las posiciones políticas de su partido. Los nombramientos fueron confirmados por el Senado pero no todos fueron oficialmente enviados a sus titulares, por lo que estos no pudieron tomar posesión de sus cargos. El nuevo Presidente era Thomas Jefferson. Y decidió ordenar a su Secretario de Estado, James Madison, que no cursara esos nombramientos. Como consecuencia uno de esos jueces sin cargo, William Marbury, demandó al Secretario de Estado ante el Tribunal Supremo solicitando que se le ordenara cursar los nombramientos. Así se planteaba el célebre caso Marbury v. Madison que daría origen al control de constitucionalidad moderno.

En 1803 llegó la decisión (retrasada porque Jefferson canceló el período de sesiones del Tribunal durante un año como represalia) Presidía el Tribunal John Marshall. El demandante había pedido que se aplicara la Judiciary Act -la ley que daba al Supremo jurisdicción en el caso- y ordenase la tramitación del nombramiento. El juez Marshall tenía dos opciones. En primer lugar podía aplicar dicha ley y ordenar el nombramiento dando la razón a Marbury. Pero Jefferson ya había anunciado que no obedecería. Y el Tribunal no tenía medios para ejecutar sus sentencias. También podía dar la razón a Jefferson ignorando la petición de Marbury. Pero entonces estaría ignorando la ley (la Judiciary Act) y dejando que todo el mundo pensara que el Supremo tenía miedo del presidente. Así que optó por una solución diferente. Releyendo la Constitución encontró que el Supremo no podía en realidad tener jurisdicción en este caso, en síntesis porque no procedía de una apelación. Pero la Judicary Act decía que sí. Marshall podía simplemente haber concluido que el Tribunal no tenía jurisdicción. Pero dio un paso más: afirmó que la Judiciary Act era inconstitucional y no podía aplicarse. De ese modo Marbury se quedó sin su nombramiento y Jefferson ganó el caso. Pero eso era irrelevante. El Tribunal Supremo había asumido el poder de decidir cuándo una ley -aprobada por el Congreso y firmada por el presidente- era inconstitucional.

EL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS.

El Tribunal tardó mucho tiempo en consolidar ese poder que le había dado Marshall. Pero en nuestros días, es ya una facultad indiscutida. Y eso concede a nueve personas (en realidad a cinco, que constituyen la mayoría) el poder de echar abajo las leyes aprobadas por un Congreso que representa a más de 300 millones de ciudadanos. Y esos nueve jueces tienen un cargo vitalicio. Muchos de ellos han visto pasar desde el cargo a varios Presidentes. Es fácil comprender la importancia de su posición, sobre todo porque tienen el encargo de interpretar una Constitución que fue aprobada en 1787 y que por tanto dice muy pocas cosas concretas sobre los problemas que importan a los norteamericanos de hoy.

Por eso la cuestión de cómo son nombrados resulta tan relevante. Según la Constitución (II, 2) los designa el presidente “con el consejo y consentimiento” del Senado (Advice and Consent of the Senate) En las últimas décadas, y a medida que el Tribunal ha ido asumiendo un protagonismo mayor al pronunciarse sobre algunos de los asuntos más discutidos, cada vez ha sido más intenso el escrutinio de la opinión pública y de los partidos sobre el perfil biográfico e ideológico de los candidatos. Cada bando quiere estar seguro de que no tendrá a un “enemigo” redefiniendo el significado de la Constitución durante los próximos 20 o 30 años. Por eso los debates de confirmación en el Comité Judicial del Senado se han ido convirtiendo en tremendas batallas políticas en la que se usan con pasión -y casi sin límites- las mismas armas con las que se disputan las contiendas electorales.

La estrategia, en esencia, consiste en presentar al candidato propuesto por el presidente rival como un radical que se aparta del sentido común o de la opinión general en algún aspecto importante y potencialmente incendiario (aborto, armas, poderes de los estados, discriminación racial, etc) Si el ataque tiene éxito, es posible conseguir que algunos de los senadores del partido del presidente voten en contra o se abstengan por miedo a recibir un castigo electoral por parte de los votantes de su estado. Y eso puede llevar al rechazo final del nominado por el Senado o a la retirada de la candidatura por parte del presidente para evitar una derrota parlamentaria. La historia muestra que el resultado se ha conseguido en un número relevante de casos.

LAS NOMINACIONES DE TRUMP: GORSUCH, KAVANAUGH Y BARRET.

Donald Trump ha tenido ocasión de nominar a tres candidatos para el Tribunal, lo que resulta una cifra muy elevada para un presidente en un solo mandato. Y sus tres elecciones encendieron una intensa batalla política.

En febrero de 2016 falleció el conservador Antonin Scalia. El presidente Obama propuso a Merrick Garland para la vacante pero los republicanos tenían la mayoría del Senado y rehusaron fijar la fecha del debate de confirmación. Su argumento fue que Obama no debía nombrar un juez en un año electoral y que esa decisión correspondía al próximo presidente. Así las cosas, en enero caducó la nominación al ser disuelto el Congreso y correspondió a Trump nominar al sucesor. Su elección recayó en Neil Gorsuch. Por lo sucedido el año anterior, los demócratas decidieron usar la conocida regla del Senado norteamericano que permite bloquear una votación pronunciando un discurso interminable: es el célebre “filibusterismo”. Para quitarle la palabra al orador se requieren tres quintos de los votos por lo que 40 Senadores (del total de 100) pueden bloquear cualquier debate con el simple anuncio de que se proponen hacerlo. Y esto implicaba que eran necesarios 60 votos para confirmar. El problema es que los propios demócratas habían modificado esa regla en 2013 para saltarse la obstrucción de la minoría republicana en los nombramientos, dejándola solo en pie para los candidatos al Tribunal Supremo. Así pues, los republicanos solo tuvieron que usar su mayoría para eliminar también el filibusterismo en este caso. Una vez aprobado el cambio Gorsuch fue confirmado por el Senado por una mayoría de 54 senadores.

En junio de 2018 Anthony Kennedy anunció que se retiraba. De nuevo se trataba de un magistrado nombrado por un presidente republicano (Reagan) aunque había actuado en el Tribunal en una posición moderada. Trump nominó a Brett Kavanaugh y el proceso de confirmación se transformó de inmediato en una pelea terrible cuando una mujer acusó al candidato de haberla violado cuando ambos eran adolescentes. Otras dos mujeres añadieron también acusaciones de conducta sexual inapropiada en la misma época. Los republicanos consideraron infundadas todas las acusaciones y confirmaron a Kavanaugh por la mínima, con una votación de 50-48.

Pero Trump aún tendría una oportunidad más de determinar la composición del Tribunal. En septiembre de 2020 falleció Ruth Bader Ginsburg. Era la más célebre del ala progresista y había sido nominada por Bill Clinton. Por ese motivo, su sustitución por un presidente republicano suponía un cambio ideológico en el Tribunal mucho más decisivo que en los casos anteriores. Además, la sustitución se producía en período electoral -dos meses antes de las elecciones- por lo que los demócratas defendieron que era el próximo presidente quien tenía derecho a nombrar al sustituto. Pero en esta ocasión -a diferencia de 2017- el presidente saliente tenía mayoría en el Senado así que los republicanos ignoraron las quejas y confirmaron a la candidata propuesta por Trump. Se trataba de Amy Coney Barret, que por otra parte presentaba un perfil muy sólido como jurista y como mujer y resultaba difícil de atacar ante la opinión pública.

EPÍLOGO

En el espacio del que disponemos aquí no es posible valorar con rigor un proceso de nombramiento de jueces de constitucionalidad tan complejo y tan diferente del nuestro. Pero algunos desafíos son parecidos. La doctrina española es mayoritariamente crítica con el sistema diseñado en el art. 159 de nuestra Constitución, y sobre todo con el modo en que los políticos lo han desarrollado. Los conflictos de constitucionalidad a propósito del intento de referéndum de 2017 en Cataluña y de los posteriores amagos de secesión han vuelto a poner de nuevo el foco en la composición del Tribunal. En los últimos años las reformas de los reglamentos parlamentarios han tratado de dar más importancia a las comparecencias de los candidatos antes las comisiones de nombramientos de las cámaras. Pero no han sido cambios de calado y creo que no han conseguido su objetivo. Para la opinión pública española el Tribunal Constitucional sigue siendo un botín político que se reparten en la sombra los partidos mayoritarios. Como hemos visto, también sucede así en EEUU. Pero al menos es un proceso transparente y público en el que todo el mundo es consciente de lo que está en juego.

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