31 octubre 2024
La Administración electrónica: ¿a favor de quién?
Por Tomás Ramón Fernández. Abogado. Catedrático emérito de la Universidad Complutense.
Ha pasado ya casi una década desde la promulgación de la Ley 39/2015, de 1 de octubre de Procedimiento Administrativo Común, que entronizó en nuestro país la Administración electrónica y afirmó enfáticamente que la gestión electrónica de los procedimientos administrativos “debe constituir la actuación habitual de las Administraciones”.
Nada hay que decir, en principio, de la formulación de tal objetivo. En esto, como en todo lo demás, hay que estar siempre abierto al futuro y no hay duda de que en ese futuro, que inevitablemente será presente dentro de muy poco, es no solo lógico sino también deseable que la actividad administrativa se desenvuelva habitualmente por esos cauces.
Ahora bien, la Administración es, obviamente, cosa de dos. Los administrativistas decimos que la Administración es una organización servicial de los ciudadanos, así que para que el objetivo enunciado por la ley pueda alcanzarse es preciso no solo que esté preparada la organización para prestar a los ciudadanos los correspondientes servicios, sino también que estos estén preparados para recibirlos.
¿Lo estaba la Administración en octubre de 2015? ¿Lo estaban a su vez los ciudadanos en esas fechas? ¿Lo están aquella y estos en 2024? Estas son, me parece, las preguntas que hay que formularse. Yo no tengo las respuestas, pero sí albergo serias dudas de que tanto la Administración, como nosotros, los ciudadanos, estemos preparados realmente para relacionarnos de un modo habitual, es decir, normal, sin sobresaltos, por motivos electrónicos.
En principio, porque el legislador de 2015 no hizo nada realmente para favorecer desde el principio el éxito de la ley. Ante un cambio de la magnitud de este lo razonable hubiera sido acompañar el texto legal de un plan específico de alfabetización digital de los millones de ciudadanos que por razón de su edad o de su lugar de residencia no estaban en ese momento en condiciones de incorporarse a la nueva etapa que entonces se iniciaba. No se hizo nada de este tipo, por lo que lo que hoy se llama la “brecha digital” sigue existiendo y solo ha disminuido al ritmo, limitado, de la desaparición de los más mayores.
El artículo 12 de la Ley 39/2015 prometió ayudar a quienes carecen de medios electrónicos, así como asistir a las personas obligadas a relacionarse con la Administración por esta vía (los profesionales colegiados, los empleados públicos, las personas jurídicas…) pero solo a ellos, desentendiéndose, por lo tanto, del resto de la población, por los que no se hizo nada por incorporar a la era digital. Ahí os quedáis, poco a poco iréis desapareciendo y con eso el objetivo quedará conseguido al cabo de unos años sin esfuerzo alguno. Ese parecía ser el mensaje.
En ese artículo 12 no se precisa, por otra parte, cómo podrá dispensarse a quienes la necesitan la ayuda prometida. Se limita a decir que “las Administraciones Públicas deberán garantizar que los interesados puedan relacionarse con la Administración a través de medios electrónicos para lo que pondrán a su disposición los canales de acceso que sean necesarios, así como los sistemas y aplicaciones que en cada caso se determinen”. Todo se dejó, pues, a la iniciativa de las diferentes Administraciones Públicas. ¿Han hecho algo en este sentido la multitud de administraciones estatales, autonómicas y locales con las que contamos? La Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de julio de 1958 sí se preocupó de establecer oficinas de información en todos los departamentos ministeriales, organismos autónomos o grandes unidades administrativas (artículo 33.1) con la finalidad de facilitar a los ciudadanos la adopción a la nueva Administración que pretendía implantarse. Pero la nueva ley no ha hecho nada parecido.
La lectura de los preceptos que dedica a este tema produce la impresión de que lo que realmente ha preocupado al legislador es la Administración, no los ciudadanos, es decir, que la digitalización se ha introducido en beneficio de la propia organización y de sus funcionarios, no de los administrados. Un ejemplo: las notificaciones administrativas. Antes de la Ley 39/2015 la administración tenía que ir al domicilio de los administrados para notificarles, a ser posible personalmente, las resoluciones que pudieran afectarles, en el bien entendido de que estas no producían efectos hasta que el interesado recibía la correspondiente notificación en debida forma. Ahora, en cambio, el régimen de las notificaciones ha dado un vuelco: ¡Somos nosotros quienes tenemos que ir al domicilio (electrónico) de la Administración a recibirlas! Así lo dice sin tapujos el artículo 43.1 de la Ley: “Las notificaciones por medios electrónicos se practicarán mediante comparecencia en la sede electrónica de la Administración u organismo actuante, a través de la dirección electrónica habilitada única o mediante ambos sistemas, según disponga cada Administración u organismo”. Y hay que hacerlo, además, en el plazo de diez días naturales desde la puesta a disposición de la notificación, porque, si no se hace así, la solicitud de notificación será rechazada.
Quiere esto decir que las personas, físicas o jurídicas, obligadas a relacionarse electrónicamente con la Administración tienen que visitar, por si acaso, diariamente, las sedes electrónicas de todos los organismos administrativos con los que hayan tenido o tengan alguna relación, para ver si les han hecho o no alguna notificación, so pena de no poder defender sus derechos cuando estos hayan sido eventualmente vulnerados.
No estoy exagerando, ni mucho menos. Es cierto, que el artículo 41.6 de la propia Ley obliga a la Administración a enviar un “aviso” a la dirección electrónica facilitada por el interesado de que se ha puesto a su disposición una notificación en la sede electrónica del órgano correspondiente, lo que parece eliminar cualquier posible problema, pero… no hay que apresurarse porque el inciso final del precepto dice que “la falta de práctica de este aviso no impedirá que la notificación sea considerada plenamente válida”.
¿A quién beneficia entonces la Administración electrónica? Sin duda, a la propia Administración y a sus funcionarios. No siempre es fácil acceder a la sede electrónica de los distintos organismos. En muchos casos es realmente difícil y requiere más tiempo del que sería razonable. He oído muchas veces a los profesores de Universidad jóvenes que solicitar un nuevo “sexenio” de investigación es un auténtico viacrucis y pedir la “acreditación” a profesor titular o a catedrático una verdadera pesadilla que dura semanas. Si así lo considera una minoría, de alto nivel, además, ¡que no pensará la gente del común!
Pero no es esto solo. Lo peor es que cuando se consigue acceder piden miles de datos, no todos ellos necesarios, y exigen, además, que se los des en la forma que ellos quieren. Piensan en ellos, no en ti, ni en tu derecho a explicarte, a exponer tus razones. Un ejemplo reciente: una Orden de la Comunidad de Madrid que somete a información pública un determinado proyecto de obra en un expediente de expropiación forzosa. En su apartado 5º da opción a quienes no están obligados por la Ley a utilizar medios electrónicos a servirse de éstos o no, pero ofrece a continuación a unos y otros descargar un formulario de una determinada dirección electrónica y da por supuesto que todos ellos tendrán que hacer sus alegaciones en ese formulario y no de otro modo, con lo que limita sus posibilidades de defensa al encorsetarlas en una estructura formal diseñada precisamente para facilitar el tratamiento por los funcionarios de todas las alegaciones que puedan presentarse, lo que inevitablemente conduce a respuestas estereotipadas, huérfanas de la individualización a la que todo interesado aspira.
Sota, caballo y rey. Este es el futuro al que, como no pongamos un poco de cuidado, puede conducirnos la Administración electrónica.