14 enero 2021
La inconsistente obligación de usar toga
Por Rafael Guerra González, abogado
El art. 17 de la Ley 3/2020 establece la dispensa del uso de toga hasta el 20 del próximo mes de junio. El autor, tras resaltar la notable turbidez semántica de esta norma, se pregunta ¿A qué actuaciones orales y audiencias públicas se refiere? ¿Las “partes” están dispensadas del uso de toga o sus abogados? ¿La disparidad de atuendos e incluso la ausencia total de togas afectarán a las esencias del proceso?
Hace tiempo, dediqué parte del mío a curiosear sobre el origen, significado y función de los símbolos y ritos de la justicia. De todos ellos, la toga – “garnacha” se la llamó hasta prácticamente el siglo XIX, en que comenzaron a usarla también los abogados – fue el que más me interesó y, por otra parte, más me inquietó. Desde entonces, no me ha abandonado la duda de por qué los abogados aún seguimos obligados a vestirla en nuestras intervenciones profesionales durante las audiencias públicas de los jueces y tribunales.
Una de las disposiciones profilácticas adoptadas para combatir el Covid-19 ha reavivado mi desasosiego. Se trata de la contenida en el artículo 17 de la reciente Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al Covid-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. Dice así: “Hasta el 20 de junio de 2021, las partes que asistan a actuaciones orales estarán dispensadas del uso de togas en las audiencias públicas.” [1]
IMPRECISIÓN LEGAL
Es muy, pero que muy notable la turbidez semántica de la citada norma. No dice de qué actuaciones orales y audiencias públicas se trata. Del contexto, puede deducirse que son las celebradas por los jueces y tribunales en las correspondientes salas de vistas. Si es así, “actuaciones orales” y “audiencias públicas” vienen a significar algo muy parecido – ¿qué otra cosa puede hacerse en las audiencias públicas judiciales que no sean actuaciones orales? –, lo que da lugar a una desconcertante redundancia.
Y en cuanto a las “partes” dispensadas de llevar toga, uno entiende, a falta de otras explicaciones aclaratorias, que se trata de las procesales, ya que, en el ámbito forense, son las partes por antonomasia. Según eso, el legislador libera del uso obligatorio de la toga al inquilino y al propietario de un piso, por ejemplo, que dirimen sus controversias contractuales ante un juez de primera instancia. Pero, que yo sepa, las partes procesales – es decir, el propietario y el inquilino del ejemplo – nunca han necesitado asistir togadas a las audiencias públicas de los órganos jurisdiccionales. ¿Por qué, entonces, alguien querría liberarles de una carga que nunca han llevado?
¡Qué emborronada manera de legislar! Pero lo peor no es el menudeo de imprecisiones como las señaladas, sino que nos acostumbremos a ellas y aprendamos a funcionar con un sistema jurídico nebuloso, en el que su intérprete entienda lo que le venga en gana.
IRRELEVANTE EFECTO DE LA AUSENCIA DE TOGAS
Pues bien, en puridad, el artículo 17 de la Ley 3/2020 no afectaría a los abogados, porque no son “las partes” del proceso. Son sus letrados, que no es lo mismo. Pero, en fin, pensemos lo mejor: que se trata de un inocente desliz terminológico y que ese inespecífico “partes” acoge a los abogados. Más que nada, porque son de las pocas personas que, en sus intervenciones durante las audiencias públicas judiciales, se encuentran obligadas a vestir toga, y, por consiguiente, de las pocas que pueden ser dispensadas de usarla.
Suponiendo, pues, que el artículo citado se refiere también a los abogados, el legislador, con el participio “dispensadas” – ojo, si no se ha confundido de verbo o no ha querido decir otra cosa con él –, les exime de vestir toga durante los juicios en los que intervengan. Eso sí, sólo hasta el 20 de junio de 2021. Hasta entonces, podrán actuar de paisano, tanto en presencia telemática[2] como en estrados, puesto que la ley no diferencia escenarios. Claro que la dispensa, en buena lógica, no impide que sigan sirviéndose de la toga si lo desean.
Y así, habrá juicios en los que el letrado de una de las partes actúe con toga y el de la otra sin ella, o los dos con, o los dos sin. Y los fiscales, e incluso los jueces y magistrados, si se reconocen comprendidos en el confuso concepto de “partes” – que no hay quién sepa si lo están –, podrán participar en las vistas, convencionales o telemáticas, ataviados o no con la prenda ceremonial.
En este contexto, quizá alguien se pregunte: ¿la disparidad de atuendos e incluso la ausencia total de togas afectarán a alguna de las esencias del proceso? No, no lo creo. Las he revisado con cuidado y no he encontrado ninguna que resulte perjudicada por esa circunstancia. Si usar toga importase para algo relevante y sustantivo, digo yo que se seguiría exigiendo vestirla, convenientemente desinfectada, por mucha pandemia que nos asole.
Así pues, el artículo 17 de la Ley 3/2020 ha venido a dejar bien claro que llevar o no llevar toga durante la celebración de los juicios da exactamente lo mismo a efectos procesales o, mejor, jurídicos en general. Realmente, siempre ha dado lo mismo; también, antes del Covid-19.
LA TOGA, UNIFORME DE SERVICIO
¿Por qué, entonces, se ha impuesto su uso a los abogados? He estudiado el origen de la obligación[3] – formulada hoy en el artículo 187 de la Ley orgánica 6/1985, del Poder Judicial – y reflexionado sobre sus motivos.[4] Sólo he encontrado uno, en mi opinión, de peso. A los abogados se nos exige vestir uniforme – que no otra cosa es la toga – para que se nos reconozca y, sobre todo, nosotros mismos nos reconozcamos servidores.
Uniforme llevan los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, los fiscales, los jueces, los magistrados, como empleados o, mejor, funcionarios que son del Estado. Uniforme visten los trabajadores de algunas compañías; tal ocurre en las aéreas o las de seguridad. Con uniforme sirven los criados en casas particulares. Razonable parece que el Estado, las compañías, los amos de casa, si lo consideran conveniente, y en verdad lo es, ordenen a sus funcionarios, a sus trabajadores, a sus criados, lucir uniforme durante el desempeño de algunas o todas las tareas laborales.
Pero los abogados no somos funcionarios ni trabajadores ni criados del Estado, de ninguna compañía, de ninguna casa particular. Somos profesionales autónomos. No dependemos de nadie. En todo caso, no más de lo que dependen otros profesionales liberales. Así pues, el motivo de exigirnos toga es inconsistente.
La cuestión planteada de esta manera suena un tanto combativa. Pero no lo es. No hay beligerancia en mis palabras. Conozco abogados que llevan la toga no como una librea sino como una condecoración. Vestirla supone para ellos un honor, no una atadura. Respeto e, incluso, admiro ese sentimiento. Me habría encantado poder experimentarlo yo también. Pero, desde el día, ya lejano, en que me vi obligado a ponérmela para actuar en mi primer juicio, la toga ha representado para mí el símbolo de una sumisión innecesaria y alienante. No he podido evitar vincular el uniforme con el tono áspero y displicente del que los magistrados presidentes de los correspondientes juicios se han valido para dirigirse a mí en más ocasiones de las que habría deseado. Tono que no percibí cuando se dirigían a personas sin él.
LIBERTAD VULNERADA
En todo caso, lo que está en juego en la imposición de la toga, no es la prevalencia de una emoción u otra, sino la libertad. Sí, sí, la libertad de mostrarse ataviado como se quiera, y no como ordene el jefe, que, ya he dicho, los abogados no tenemos. La apariencia es un componente esencial de la propia identidad, y ésta lo es de la dignidad de la persona; la misma dignidad que el artículo 10 de la Constitución reconoce como uno de los fundamentos del orden político y de la paz social.
En España, nuestros predecesores no siempre debieron comparecer uniformados para informar ante los jueces y tribunales, y en otros muchos países – al menos todos los americanos, excepto Canadá –, no se exige tal requisito a nuestros homólogos.
Ninguna ocasión mejor que la presente, para reconocérsenos permanentemente a los abogados la libertad de usar o no uniforme en las ceremonias judiciales. Aprovechando el impulso de el Covid-19, innovador en tantos campos, conviértase en definitiva la dispensa y reescríbase el apartado 1 del artículo 187 de la Ley orgánica del poder judicial, para que diga algo como: “En audiencia pública, reuniones del Tribunal y actos solemnes judiciales, los Jueces, los Magistrados, los Fiscales, los Letrados de la Administración de Justicia, los Procuradores y potestativamente los Abogados usarán toga y, en su caso, placa y medalla de acuerdo con su rango.”
Con esta insignificante mutación – apenas la inclusión de un adverbio[5] –, los abogados que lo deseasen, podrían seguir luciendo toga en los juicios, y los que quisiesen, podrían prescindir de ella. ¿Consecuencias? Ninguna perniciosa. Al contrario, todo sería muy, muy bueno. Se consolidaría la profilaxis buscada con el artículo 17 de la Ley 3/2020 – siempre habrá enfermedades víricas contagiosas aunque no sean tan letales como el Covid-19 –, se ahorrarían los cuantiosos gastos destinados a comprar y mantener las togas, se distinguiría mejor quién es quién en estrados y, por encima de todo, la libertad brillaría con mayor intensidad.
REFLEXIÓN DE CIERRE
Los abogamos tenemos derecho no sólo a ser libres e independientes en nuestras actuaciones ante los juzgados y tribunales – artículo 542.2 de la Ley orgánica del poder judicial –, sino también a poder parecerlo.
[1] Reproduce casi literalmente el artículo 22 del Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia; sólo cambia lo relativo al período de vigencia.
[2] El artículo 14 de la citada Ley 3/2020 regula la celebración de los actos procesales mediante presencia telemática, que, según da a entender, serán la mayoría hasta el 20 de junio de 2021.
[3] Puede leerse un resumen en el artículo – perdón por la “autocita – publicado con el título El traje profesional de los abogados en el número 83 de la revista del Consejo General de la Abogacía en el ya lejano año 2013.
[4] Publiqué las reflexiones en algunos números de la revista Abogados de Valladolid anteriores al segundo semestre de 2014. La página web del Colegio de Abogados de Valladolid no posibilita acceder a ellos, por lo que me resulta imposible facilitar los enlaces correspondientes.
[5] Y la lógica sustitución del antiguo y austero “Secretarios judiciales” – antes se les había llamado “escribanos” – por el moderno y más floreado “Letrados de la Administración de Justicia”.