12 noviembre 2019

Macrosentencias, brevitas, tutela judicial y derecho de defensa

Por Rafael Guerra González, abogado y doctor en Filología Hispánica

Los expertos en retórica insisten en que los abogados debemos cuidar mucho la forma de comunicar, sobre todo la brevedad de nuestros alegatos. En cambio, no es frecuente que, a la hora de redactar sus sentencias, se les pida a los jueces un rigor especial en ese aspecto, más allá de cumplir unos estándares mínimos de congruencia.

Pero las resoluciones judiciales, opino, han de estar sometidas a las mismas reglas retóricas que cualquier otro escrito procesal. Más, si cabe, pues no dejan de ser el escaparate en el que se exhibe el Poder Judicial. Las mejores galas de una sentencia jurídicamente perfecta son la corrección gramatical (puritas), la claridad (perspicuitas) y, ni que decir tiene, la brevedad (brevitas), de la que me ocupo en las líneas siguientes.

SENTENCIAS CON SOBREPESO

Hasta hace no mucho, las sentencias eran mecanografiadas por funcionarios, con “olivettis” mecánicas, a partir de textos manuscritos o dictados por los magistrados ponentes. Las copias para las partes se confeccionaban al mismo tiempo que el original, con papel cebolla y “calcantes”. El proceso de transcripción era, pues, laborioso. Y no necesito decir lo que le costaba al redactor, para armar la argumentación, buscar jurisprudencia en las colecciones – en papel, por supuesto – al uso hasta hace no demasiado tiempo. En todo caso, agregar citas textuales suponía “tecleteo” adicional.

Así pues, un mínimo sentido de la economía y una muy práctica evaluación del riesgo – cualquier error obligaba a empezar de nuevo la página con sus copias – aconsejaban escribir lo menos posible. Justo, lo imprescindible. De ese ahorro, nacían sentencias esbeltas, gráciles; algunas, casi esqueléticas. Tras su lectura, uno solía quedarse como con ganas de más explicaciones.

Hoy, la informática ha subvertido aquel modo de hacer. Los propios magistrados manejan el teclado y es difícil resistirse al embrujo de la técnica. La jurisprudencia toda se encuentra a tres clics de ratón. Y reproducir fragmentos de ella, largos o cortos, cuesta el esfuerzo de un guiño gracias al mágico “corta/pega”.

El resultado de tanta comodidad suelen ser sentencias rollizas, orondas, abundosas en párrafos engruesados y largas citas textuales o semitextuales, extraídas de cajones digitales convenientemente avituallados al efecto. En una sentencia de las aludidas más adelante, se citan otras del Tribunal Supremo no menos de 110 veces.[1] Nada de extraño, pues, en que las resoluciones judiciales adolezcan de sobrepeso. Algunas, incluso, de obesidad mórbida. Traigo a colación tres como ejemplos del fenómeno.

ALGUNAS MACROSENTENCIAS

La sentencia dictada por la Sala Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra el 20 de marzo de 2018 en el polémico caso de la manada está compuesta de 370 páginas, de las cuales, el voto particular ocupa 238. Curioso, ¿no? La resolución minoritaria es casi el doble de grande que la mayoritaria: 238 páginas frente a 132. Parecería que, en según qué asuntos, resulta más laborioso absolver que condenar.

En el conocido como caso del Palau, la Sección Décima de la Audiencia Provincial de Barcelona dictó, el 29 de diciembre de 2017, una sentencia de 549 páginas.

Y la dictada en el caso Gürtel por la Sala de lo Penal, Sección Segunda, de la Audiencia Nacional, el 17 de mayo de 2018, tiene 1.687 páginas, incluidas las, esta vez, más proporcionadas 100 – muchas, también – del voto particular.[2]

Si tallamos las tres con una unidad más exacta: el número de palabras, la sentencia del caso de la manada junta unas 122.000, la del caso del Palau, en torno a 250.000, y la del caso Gürtel, 547.000 más o menos. Cifras muy respetables si tenemos en cuentan que La Regenta, novela de cierta envergadura, no llega a las 310.000, incluido el prólogo de Benito Pérez Galdós, y que La vida de Lazarillo de Tormes no sobrepasa demasiado las 20.000.

El record en número de páginas lo ostenta, por lo que conozco, la sentencia dictada por la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Valencia en el caso apellidado EMARSA (Entidad Metropolitana de Aguas Residuales Sociedad Anónima). Según cuentan los periodistas, reúne el bonito número de 2.222 páginas.[3] ¡Ahí es nada!

Se diría que nos encontramos ante una eclosión de sentencias descomunales. Para ponderar el alcance del fenómeno, resultará útil, creo, comparar la dimensión de las actuales con la de alguna dictada en un asunto del pasado, con parecida entidad.

LA SENTENCIA DEL CASO MATESA

Hace cincuenta años, en 1969, un escándalo de corrupción muy similar a los que hoy se estilan: el conocido como caso Matesa (Material Textil del Norte de España Sociedad Anónima), se coló en los medios de comunicación.[4] Aquel tole tole progresó con una importante diferencia respecto a los actuales. El poder de la época escamoteó las implicaciones políticas del proceso, lo que, además de restarle emoción, le “desgrasó” notablemente.

A pesar de ese despojo, según los gacetilleros del momento, el abogado de uno de los acusados habló de un “sumario de grandes magnitudes”. Supongo que por la cantidad de dinero en juego, la repercusión mediática y la envergadura del expediente.

El 8 de abril de 1975, comenzó el juicio – sumario 171/1969 del Juzgado de instrucción nº 9 de Madrid –  ante la Sección Séptima de la Audiencia Provincial de Madrid. Y, según noticia difundida por el diario ABC, en la mañana del 30 del mismo mes, quedó visto para sentencia. Rápido, no hay duda. Quizá influyera el hecho de que, entonces, la televisión no entraba en las salas de audiencia.

El veredicto fue emitido el 7 de mayo de 1975 y publicado inmediatamente. Los periódicos ya lo comentaban tres días después. De nuevo, todo un alarde de velocidad – callo el motivo que sospecho –,  si se tiene en cuenta que las deliberaciones del tribunal, la redacción y la transcripción mecanográfica de las 104 páginas de la sentencia,[5] ocuparon sólo 7 días. De ellos, además, dos fueron no feriados: el 1 de mayo, festividad religiosa de San José Obrero, entonces equivalente oficial del actual día del trabajo, y el 4 de mayo, domingo.

Pues bien, aquella sentencia, dictada en un “sumario de grandes magnitudes”, estaba formada por algo más de 100 páginas y algo menos de 35.000 palabras.[6] Cantidades significativas, sí, pero muy alejadas de las 1.687 páginas y casi 550.000 palabras que componen la del actual caso Gürtel.

De la comparación entre la sentencia antigua y las actuales, puede concluirse que, efectivamente, las de hoy padecen de adiposidades que, en mi opinión, afean su apariencia retórica y, lo que es mucho peor, perjudican su salud jurídica.

LECTORES CAUTIVOS

En cuanto al aspecto retórico, la desmedida extensión, acompañada normalmente de una redacción no siempre atinada, complica mucho su lectura. La cosa no tendría mayor importancia en cualquier otro tipo de escritos. Si tal ocurre en un artículo periodístico, pongo por caso, con dejar de leerlo se acaba el problema.

Pero, al tratarse de resoluciones judiciales, no es tan fácil aplicar el remedio del abandono. Sus destinatarios naturales: las partes procesales y, sobre todo, sus abogados, son lectores cautivos. Quieran o no, se encuentran obligados a leerlas y aun a estudiarlas, aunque sólo sea para valorar su eventual recurribilidad.

Incluso en estas circunstancias, el desmedido volumen de las sentencias y su casi más que probable dura redacción no tendrían tampoco demasiada trascendencia si únicamente se tratase de una cuestión retórica. Total, sólo estaría en juego el sufrimiento de sus lectores forzados o curiosos, y unos y otros lo soportarían como algo inherente a su trabajo o a su afición.

El problema se convierte en verdaderamente grave cuando pasa a ser jurídico. El gigantismo de las sentencias y su poco amigable composición condicionan su recurribilidad. Intentaré explicar el fenómeno.

EL DERECHO DE DEFENSA Y LA TUTELA JUDICIAL, AFECTADOS

La Ley 41/2015, de 5 de octubre,[7] añadió el artículo 846 ter en la Ley de enjuiciamiento criminal. Su apartado 1 – del artículo, se entiende – prevé la posibilidad de apelar las sentencias dictadas en primera instancia por las Audiencias Provinciales y por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, ante la Sala de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia y ante la Sala de Apelación de la Audiencia Nacional, respectivamente. (Perdón, por oración tan fatigante.)

Según dicha norma, el plazo para interponer el correspondiente recurso es de diez días. El mismo que para impugnar las sentencias dictadas por los juzgados de lo penal en el procedimiento abreviado (artículo 790.1, al que remite el citado 846 ter, ambos de la Ley de enjuiciamiento criminal).

En diez días, aunque son hábiles, es imposible de toda imposibilidad que un letrado, digamos, normal pueda estudiar con detalle una sentencia de medio millón de palabras y, además, acercarse tan sólo a las otras muchas invocadas en ella. Recuérdese: la del caso Gürtel cita otras del Tribunal Supremo en 110 ocasiones. ¿Cuánto tiempo puede llevarle a un buen abogado de estrados leerlas todas?

Me atrevo a asegurar que, contra resoluciones tan recrecidas como las ejemplificadas, difícilmente ningún letrado podrá en diez días, ni siquiera en treinta, ni en sesenta, componer y redactar un eventual recurso con cierta calidad.

Habrán de decirlo voces más autorizadas que la mía. Pero el derecho de defensa, al que se asocia el de disponer de tiempo suficiente para prepararla,[8] queda muy malparado cuando las resoluciones se presentan con tamaño volumen.

Y no le va mejor a la tutela judicial. La menosprecia el tribunal que dicta una macrosentencia a sabiendas de que su extensión lastrará gravemente su recurribilidad – me resisto a creer que ninguno busque voluntariamente tal efecto –, y que no provee lo necesario para paliar ese hándicap.

PROPUESTA DE REMEDIO, CON ADVERTENCIA PREVIA

Felizmente, el mal, con ser grave, tiene “remedios”. Antes de exponer los que considero idóneos, vaya una advertencia.

La complejidad de ciertos entramados y acciones criminales supone que, sólo para identificar a las muchas personas o entidades implicadas, resumir las conclusiones de las partes y narrar los hechos probados, se necesitará un buen montón de páginas. Por ejemplo, en la tantas veces citada sentencia del caso Gurtel, de las 1.587 que la componen ­– una vez restadas las 100 del voto particular –, se dedican, salvo mala cuenta, casi 10 a relacionar las acusaciones, los acusados y los responsables civiles. Otras 140, a resumir las conclusiones propuestas por las partes. Y 150 más, a narrar los hechos probados. No las he leído todas con detalle, como puede suponerse. Pero he sacado la impresión de que el tribunal, en ese rimero de páginas, aparte de haber podido lucir una redacción más amigable, no dice mucho más de lo imprescindible.

Qué le vamos a hacer. Hay asuntos con tantos meandros que, sólo para levantar el plano topográfico, se exigen páginas y páginas. Otra cosa son los fundamentos de derecho, siempre más elásticos. En la sentencia del ejemplo, ocupan unas 1.200 páginas, que ya son páginas. Así pues, hay resoluciones que, aún no nacidas, se esperan con una talla XXL.

Pero da un poco igual la causa del inmoderado tamaño. Lo suyo es intentar poner remedio, aunque sólo sea paliativo, a sus nocivos efectos. Y como dos son los niveles de afectación: el retórico y el jurídico,  sugiero combatir el mal en ambos.

NINGUNA SENTENCIA LARGA SIN ÍNDICE

En cuanto a la primera capa de intervención: la retórica, se trata de facilitar la lectura lo más posible. La comodidad o incomodidad con que se lea una sentencia, acortará o alargará el tiempo de estudio. No es lo mismo poder leerla de corrido y con agrado, que tener que hacerlo a trompicones y repasando toda ella o algunos de sus párrafos una y otra vez, incluso con lápiz y papel.

Y así, como primera providencia, toda resolución con un cierto tamaño – más de seis u ocho páginas – debería incorporar un sumario o índice hipervinculado. Digo hipervinculado porque, hoy, los escritos procesales se notifican digitalizados – también las sentencias –  y lo normal es leerlos en la pantalla del ordenador. Un índice de ese tipo permitiría al lector hacerse una idea rápida del contenido y, en el medio informático, acceder instantáneamente a cualquiera de sus apartados con un simple clic de ratón.

Alguien ha tenido antes esta idea de incorporar un índice en las sentencias, aunque yo lo he sabido después. La dictada en el asunto del Palau por la Audiencia Provincial de Barcelona incluye uno muy detallado. Bien es cierto que no hipervinculado, sino clásico, es decir, sólo con los números de las páginas correspondientes.[9] Pero menos es nada. Por cierto, no entiendo por qué ese índice ha desaparecido en la versión digital de la sentencia ofrecida por el CENDOJ, cuando debería haberse aprovechado la ocasión para convertirlo en hipervinculado.

Y, además del índice, sería bueno que las sentencias luciesen un aspecto atractivo. Parece evidente que una edición cómoda – apartados bien estructurados con sumarios, párrafos cortos, títulos, antetítulos, imágenes,[10] ladillos, recuadros, distintos tipos de letras, colores, etc. – facilita la lectura.

Sería bueno, creo, que cada órgano jurisdiccional contase con una persona  especializada en edición de textos, para que, en colaboración con el ponente, se ocupase de envolver las sentencias con una presentación amigable para su lectura en el ordenador.

REDACCIÓN IMPECABLE

Pero si cuidar el empaquetado de las resoluciones judiciales es importante, mucho más lo es vigilar su redacción. Los letrados agradecemos que las sentencias se lean con fluidez, sin tropiezos. ¡Los magistrados no saben, creo, cuánto lo agradecemos! Y nada contribuye tanto a al piadoso fin de facilitar su lectura que mostrarlas adornadas con las virtudes retóricas citadas al comienzo de este artículo: corrección gramatical, claridad y concisión; sobre todo, concisión. ¡Cuán beneficioso sería para todos que las sentencias se mostrasen desnudas de todo lo que no fuese estrictamente necesario!

Pero aderezar un escrito con todos esos ornatos exige tiempo y esfuerzo; mucho tiempo y mucho esfuerzo. Mario Vargas Llosa tardó algo más de tres años – desde finales de 1958 a comienzos de 1962 – en escribir su novela La ciudad y los perros, con cerca de 140.000 palabras. En redactar la sentencia del citado caso EMARSA, con 500.000 aproximadamente, el ponente empleó sólo medio; año, se entiende.[11] No es lo mismo, ya sé, la primera novela compuesta por un joven escritor en el tiempo que le dejan sus ocupaciones principales, que la enésima sentencia puesta por un curtido magistrado como parte de su trabajo. Pero la comparación resulta, creo, ilustrativa.

PERICIA RETÓRICA

Insisto, redactar sentencias fácilmente legibles, es decir, bien escritas y decorosamente breves exige trabajo  y tiempo. Algo de lo que los jueces andan sobrados en un caso y faltos en otro. Los órganos judiciales tienen asignada una abultada carga de trabajo.[12] Pero, a cambio, la sociedad les exige decisiones rápidas azuzándoles con el mantra poco reflexionado de que una justicia lenta no es justicia.

Y se necesita algo más que empuje y tesón para componer textos con una mínima calidad comunicativa. Ese algo es pericia retórica. No basta con palear cientos de miles de palabras y ponerlas bonitas en el papel o en la pantalla. Hay que saber elegirlas y combinarlas, para expresar con ellas sólo – digo, sólo – ideas oportunas, convincentes, y fáciles de comprender.

El apartado V del Plan docente de formación inicial para la 69ª promoción de la carrera judicial, curso 2018 – 2020, en su página 28, señala entre los conocimientos que “deben ser aprehendidos y/o desarrollados durante la formación en la Escuela Judicial”, la habilidad de “dictar resoluciones que reúnan los requisitos de forma, claridad expositiva, capacidad de síntesis y coherencia interna”.  Encomiable propósito. Pero sospecho que su cumplimiento no se exige con el suficiente rigor. Los jueces – lo siento – no son, por lo general, buenos escritores. Y deberían serlo.

REMEDIO PARA LOS MALES JURÍDICOS DERIVADOS DEL TAMAÑO DE LAS SENTENCIAS

Para los nocivos efectos jurídicos – los más importantes – derivados del tamaño de la sentencia, propondría un remedio muy simple: a mayor extensión, plazo más largo para recurrirla. Lo malo es que la ley, en lo que conozco, no permite ampliar el término de los recursos. Lo bueno, que las leyes no vienen del cielo y el legislador puede modificarlas.

Nada impide que el plazo para recurrir sentencias, o cualquier otro tipo de resolución, se fije en función de circunstancias externas. En este caso, su tamaño. De hecho, no sería el primero.

La Ley de enjuiciamiento criminal, en su artículo 859, fija distintos términos para el recurso de casación, dependiendo de la geografía; concretamente, de dónde se encuentre la sede del tribunal que dictó la sentencia. Así, será de 15 días si está ubicada en la Península; de 20, si en las Islas Baleares; y de 30, si en las Islas Canarias, en Ceuta o en Melilla.[13]

Esa distinción tenía sentido, supongo, cuando el trasporte se hacía a lomos de caballerías o en carros tirados por acémilas,  y, según los casos, en barcos veleros sometidos a las veleidades del viento. In illo tempore, cuando el riesgo de demora en la llegada del rollo a Madrid, sede del Tribunal Supremo, no era el mismo si viajaba desde Zaragoza, pongo por caso, que si desde Santa Cruz de Tenerife, la diversidad de plazos era lógica. Pero, hoy, todo el territorio nacional, incluidas las comunidades y ciudades autónomas señaladas en la ley, disponen de conexión telefónica con la capital del Estado. En todo él hay acceso a internet, que permite comunicaciones prácticamente instantáneas.

Pues bien, si el legislador mantiene nostálgico diferente plazo para recurrir en función de la lentitud y los riesgos de las comunicaciones efectuadas en goletas y diligencias, no parece descabellado pedirle que lo condicione al tamaño de las resoluciones susceptibles de ser recurridas.

Ya puestos, propongo la posología que considero conveniente. Que el plazo para recurrir una sentencia en apelación sea el más largo de los dos siguientes: el igual al tiempo transcurrido desde la finalización del juicio hasta la publicación de la sentencia, o el equivalente a un día hábil por cada dos mil palabras de la sentencia, sin que en ningún caso pueda ser inferior a diez. Las cifras podrían discutirse. Pero deberían andar por ahí.

Veamos en un ejemplo cómo funcionaría el remedio. El tribunal del caso EMARSA tardó seis meses en publicar la sentencia con unas 480.000 palabras. De haber estado operativa la solución que propongo, las partes habrían tenido para recurrirla el más largo de los dos plazos siguientes: seis meses o 240 (480.000/2.000) días hábiles, desde su publicación. Es decir, habrían dispuesto de 240 días hábiles – el mayor – para elaborar y presentar el recurso.

PLEGARIA A MODO DE COLOFÓN

No soy nadie para recomendar nada a ningún juez o tribunal. Pero estaría bien, creo, que, tras el juicio y, en su caso, las deliberaciones, el ponente se tomase su tiempo para componer una sentencia – la calidad jurídica la daremos por descontada – muy bien estructurada, muy bien redactada y muy bien editada, con sus correspondientes índices y todos los demás elementos que permitan una lectura fácil y, por qué no, amena. Una sentencia concisa – que sólo diga lo estrictamente imprescindible – y adecuada a los nuevos modos de comunicación impuestos por la informática.

Si se me permite la osadía, a los magistrados que se preocupan por componer sentencias cuidadas desde el punto de vista retórico, les sugeriría que se pasen por la página web del Consejo General de la Abogacía en la que se publica un artículo del que soy autor – perdón por la “autocita” –, titulado Nueva retórica forense para los nuevos medios de comunicación procesal. Lo propuesto allí para los textos procesales redactados por abogados, vale en buena medida para los compuestos por magistrados.

Termino con una fervorosa plegaria: pido a quien corresponda, que la Retórica – una Retórica acorde con los tiempos que corren – vuelva a ser materia de estudio exigida y exigente en las facultades de Derecho, y en grado sumo en la Escuela Judicial y en los másteres para el acceso a la abogacía. Por favor, no dejemos que, en la administración de justicia, la comunicación sea bloqueada por su sobreabundancia.


[1] Se trata de la sentencia del caso Gürtel. He hecho el cálculo de citas de sentencias del Tribunal Supremo, contando con el buscador las veces que, en su texto, se repiten la sigla STS. Algunas de esas citas corresponden a una misma sentencia.

[2] Las versiones de las tres sentencias publicadas por el Centro de Documentación Judicial (CENDOJ) ocupan 290136 y 664 páginas respectivamente. La diferencia con el número de páginas de los originales se debe a los distintos tipo y tamaño de letra e interlineado utilizados para la dicción de unos y otras.

[3] En realidad el número resulta algo engañoso respecto al tamaño porque la sentencia incluye varias listas e imágenes de documentos que incrementan el número de páginas. El de palabras, sin contar las incluidas en los documentos reproducidos en las imágenes, anda en torno a 500.000, que tampoco está nada mal.

[4] Los interesados en este caso encontrarán abundante documentación periodística en el Archivo Linz de la Transición Española, perteneciente a la Fundación Juan March.

[5] José María Ruiz Gallardón publicó en el periódico ABC varios artículos, entre ellos dos columnas consecutivas con el título “Matesa: comentarios a la sentencia”, aparecidas los días 14 y 16 de mayo de 1975. En la primera de ellas, incluyó la referencia al número de páginas de la resolución: 104.

[6] Mi agradecimiento a María Teresa de Arriba Fernández, directora del  Archivo del Tribunal Supremo, que amabilísimamente me ayudó a localizarla, y a la Sala de Gobierno de dicho tribunal, que atendió mi solicitud y ordenó remitirla al Centro de Documentación Judicial, donde puede consultarse, junto con el auto de aclaración de 10 de mayo de 1975, y la sentencia dictada  el 9 de febrero de 1976 por la Sala 2ª del Tribunal Supremo  en el recurso de casación (nº 211/1975).

[7] De modificación de la Ley de enjuiciamiento criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales.

[8] Artículo 6.3.b del Convenio para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950, y ratificado por España mediante instrumento de 4 de octubre de 1979.

[9] En la secretaría del tribunal, me han confirmado telefónicamente que se añadió en esa sentencia precisamente para facilitar su lectura y estudio. Sólo cabe felicitar a quienes tuvieron la estupenda idea y la materializaron. Parece ser que otras sentencias también van acompañadas por índices e incluso resúmenes, pero, creo, sólo para facilitárselos a los medios de comunicación. En el caso del índice, debería ir incorporado a la propia sentencia, al comienzo, y convenientemente hipervinculado.

[10] Tímidamente, se está comenzando a incorporar en las sentencias imágenes que hacen más explícitos los hechos relevantes jurídicamente. La sentencia del caso EMARSA incluye, por ejemplo, reproducciones de textos manuscritos.

[11] Según datos contenidos en la propia sentencia, la última sesión del juicio se programó para el día 14 de diciembre de 2017 y la sentencia lleva fecha de 19 de junio de 2018.

[12] Véase la fijada mediante Acuerdo entre el Consejo General del Poder Judicial y el Ministerio de Justicia firmado el 20 de diciembre de 2018.

[13] La disparidad de plazos fue mantenida en la modificación que del citado artículo se hizo en el segundo, apartado ciento veinticinco, de la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina judicial.

 

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