26 noviembre 2024
Transparencia y obligaciones extraterritoriales: ¿competitividad o derechos humanos?
Por Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro, Investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad (omal@omal.info / www.omal.info).
El proyecto de Ley de Información Empresarial sobre Sostenibilidad acaba de ser presentado al Congreso por el Consejo de Ministros para proceder a su tramitación parlamentaria. En esta norma, resultado de la trasposición de una directiva europea promulgada hace dos años, se obliga a las empresas a informar sobre las cuestiones relativas a la sostenibilidad de sus operaciones, detallando cómo pueden afectar los impactos socioambientales a su gobernanza, resultados y evolución a futuro. Con esta propuesta normativa, se modifican también los criterios para definir el tamaño de las compañías a efectos de información corporativa —las grandes tendrán que cumplir más requisitos que las pequeñas y medianas— y se homogeniza el formato de presentación del informe, instando a una verificación externa como ya se hace con las auditorías financieras.
Según el Ministerio de Economía, este proyecto de ley supone “un avance en términos de transparencia empresarial y responsabilidad social de las empresas”, puesto que supone “un marco consistente para entender cómo los factores sociales y medioambientales impactan en la actividad de las empresas, pero también cómo dicha actividad impacta en la sociedad y en el medio ambiente”.
Sobre los avances en términos de transparencia, no hay demasiado debate. En línea con las normativas previas sobre información financiera y en consonancia con la identificación de todas las sociedades que intervienen en el conjunto de la cadena de valor, tal y como recoge la recién aprobada directiva europea de diligencia debida, la nueva reglamentación mejora los estándares para la identificación de los factores socioambientales derivados de las operaciones empresariales. En relación con los efectos derivados del modus operandi y la “responsabilidad social” de las grandes corporaciones, sin embargo, sí puede haber una amplia discusión. Sobre todo, si de lo que se trata es de transformar los comportamientos empresariales que generan múltiples impactos negativos sobre los derechos humanos y el medio ambiente.
Esta propuesta normativa se inserta en un contexto de internacionalización empresarial basado en prácticas vulneradoras de los derechos humanos. Como vienen atestiguando desde hace tres décadas diferentes relatores y expertas de Naciones Unidas, investigadores de observatorios y centros de estudios, juristas del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) y activistas de organizaciones sociales de todo el mundo, los negocios globales de las empresas transnacionales se han ido expandiendo de forma tan acelerada como la lista de impactos socioecológicos que van asociados a ellos. Como dictaminó el TPP tras analizar las operaciones de una treintena de multinacionales europeas en América Latina, todos estos casos “deben ser considerados no aisladamente en su significación individual, sino como expresión de un muy amplio espectro de violaciones y responsabilidades que, por el carácter sistemático de las prácticas correspondientes, configuran una situación que ilustra con claridad el verdadero papel tanto de las transnacionales europeas, como de la UE y sus Estados miembros”.
A pesar de que la violación sistemática de los derechos humanos está en la raíz de las ganancias empresariales, no existen instrumentos normativos a nivel internacional que puedan ejercer de contrapeso frente a la fortaleza de la nueva lex mercatoria. El ordenamiento jurídico internacional basado en reglas de comercio e inversión blinda los negocios y los contratos de las grandes corporaciones, mientras reenvía sus obligaciones a las legislaciones nacionales. Y ni el derecho internacional de los Derechos Humanos, ya manifiestamente frágil hasta hace un año y ahora en proceso de liquidación tras el genocidio en Gaza, ni los procedimientos de soft law, con unos acuerdos voluntarios y códigos de conducta que no han ido más allá de ser mero greenwashing, sirven como mecanismos eficaces de control.
En este marco, los avances en transparencia apenas son el primer peldaño de la larga escalera que habría que ir subiendo para ejercer un control real sobre las actividades empresariales de carácter transnacional. La información sobre sostenibilidad de las empresas es una pieza del puzzle que, si no encaja con el resto de las piezas que se conectan con los mecanismos habituales de generación de riqueza por parte de estas mismas compañías, por sí sola no permite resolverlo. Puede contribuir a atisbar los actores y los procesos que intervienen a lo largo de la cadena de valor, no así a impedir las consecuencias de un modelo que necesita incrementar constantemente los beneficios empresariales.
La directiva que se pretende trasponer incluye cuestiones relativas a cómo, cuándo y sobre qué han de transmitir las empresas la información sobre sostenibilidad. También recoge la necesidad de que las compañías informen sobre sus procedimientos de diligencia debida. Ambas normativas, de este modo, convergen en un mismo punto: es la empresa la que tiene que proporcionar toda la información; a partir de ahí habrá unos verificadores externos que tendrán que cumplir una batería de estándares e indicadores. Nada que ver con el establecimiento de organismos públicos de inspección, instancias multipartitas y mecanismos de participación que permitieran a otros actores comunicar cómo les afectan las operaciones empresariales.
¿Cuál es el objetivo de las medidas de fomento de la transparencia? ¿Adecuar las actividades empresariales al respeto de las normas internacionales y constitucionales de protección de los derechos humanos? ¿O mejorar la competitividad y proteger a los inversores? La transparencia parece convertirse en un fin en sí mismo, pero la rectificación de las conductas vulneradoras de derechos no se produce necesariamente a través de la simple acumulación de datos. Esta normativa no incorpora un cambio de matriz respecto a otras disposiciones sobre transparencia articuladas sobre una información unilateral, por lo que se acerca mucho más a la lógica del lavado de cara que a la del cumplimiento de las obligaciones que emanan del derecho internacional de los derechos humanos.
¿Quién define la validez de la información sobre sostenibilidad brindada por las empresas? En línea con los mecanismos de autorregulación, esta normativa consolida la unilateralidad empresarial. Se privilegian las auditorías privadas por encima de las inspecciones públicas. El plan de riesgos, sobre el control ciudadano. Y la información que traslada la propia empresa, sobre los testimonios de las personas, comunidades y pueblos afectados por sus operaciones. Los numerosos estándares que tendrán que cumplir las grandes empresas, que es a las que principalmente se dirige esta (pseudo) regulación, van a incidir en una hiperinflación normativa vaciada de contenido, lo que no deja de ser burocracia corporativa.
Impulsar la transparencia y la rendición de cuentas, ideas que en principio aparecen como positivas, pueden servir a contrario sensu para reforzar la arquitectura jurídica de la impunidad si no se acompañan de instancias, mecanismos y procedimientos que miren más allá de la propia empresa. Pueden tener todo su sentido como parte de normativas más amplias, que contemplen una batería de medidas para controlar a las corporaciones transnacionales: obligaciones directas, responsabilidad solidaria, mecanismos efectivos de acceso a la justicia y reparación a las víctimas, instrumentos de control público-social. Pero las directivas de transparencia y diligencia debida hacen descansar el esqueleto de la norma sobre sofisticaciones jurídicas que, al fin y al cabo, reenvían todas las obligaciones corporativas al marco de la unilateralidad.