Blog de Comunicación y Marketing Jurídicos
11 mayo 2021
¿Cómo va lo mío?
Por José Ramón Chaves
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Si el ciudadano ante la administración se sentía como el francés peregrinando por mostradores que nos dibujó Larra, en “vuelva usted mañana”, posiblemente tras la pandemia o durante su enfriamiento, se producirá tal eclosión de litigios que los ciudadanos acudirán a su abogado preguntándole por “lo suyo”, sea su reclamación de indemnización por responsabilidad patrimonial, su ERTE, la subvención o la devolución o condonación de tributos, por ejemplo. Otro tanto harán las empresas espoleando a sus costosos bufetes.
Es aquí donde entra en juego la labor pedagógica del abogado para comunicar a su cliente que “las cosas del Palacio van despacio”, en su versión más seria de que “las cosas del palacio de Justicia siguen sin tener noticia”.
A veces el letrado se esfuerza cortésmente en indicar el trámite: que está pendiente de admisión su escrito, que en breve tendrá lugar la vista oral, que pronto se señalará, etcétera. Sin embargo, el abogado es prisionero de su buena fe, porque cuando llegue el momento de ese trámite, será preguntado por el siguiente paso y así sucesivamente, con la consiguiente tensión y agotamiento de ambas partes. El cliente avivado por su interés legítimo en conocer, y el abogado estimulado por su interés, también legítimo, en poder trabajar sin interrupciones.
El problema de fondo radica en que los clientes suelen dar una importancia excesiva a la facilidad de comunicación con su abogado, incrementada con las nuevas tecnologías (telefonía, email, whasapp, etcétera) cuando la misión del letrado no es ofrecerle una cara amables y con servicio 24 horas, los 7 días de la semana, sino que su objetivo realmente importante es ganar el caso, y eso requiere respetar su organización, tiempos, estrategia y calendarios.
Es cierto que hay abogados con mayor o menor empatía, huraños y amables, fríos y cálidos, con o sin secretari@s interpuestos, y aunque su talante comunicativo hacia el cliente es importante, bien está no confundirlo con un indicador fiable de la calidad del servicio. He conocido abogados hoscos en el trato personal que son maravillosos en la lucha forense y también abogados dulces en presencia pero que son un completo desastre en sus alegatos escritos. Hay de todo en las viñas judiciales.
Es innegable el deber del abogado de informar a su cliente, con puntualidad y certeza, pero también cuenta con su derecho profesional y moral, a no soportar hostigamientos de algunos clientes que no entienden lo que es un contrato de servicios de defensa jurídica. Y es que, puede que frente a la llamada subjetivamente sentida como urgente por el cliente, debiera prevalecer la atención del abogado a los asuntos real y objetivamente urgentes.
Por eso, quizá para el abogado resulta mejor “cortar por lo sano”, e indicar a su cliente una “explicación piadosa” consistente en pronosticarle que la estimación temporal de la resolución del litigio será a largo plazo y dejarlo claro desde el mismo día en que se decide litigar, con lo que se garantiza un largo y placentero aplazamiento del martillo pilón en que se convierten algunos clientes. Es humano que se preocupen pero también es humano que el abogado evite asedios inapropiados.
Especialmente el abogado debería marcar bien el territorio profesional ante dos modalidades de alimañas del mundo forense, que son la excepción, pero que todo abogado padece alguna vez en su vida profesional, y que podemos etiquetar en clave lúdica.
Por un lado, el Homo sapiens querulantis, que se cree imbuido de ciencia jurídica aunque sin formación oficial alguna, y se convierte en la sombra del abogado: le indica constantemente al letrado el flanco de ataque, la necesidad de acudir a la jurisdicción penal, civil, constitucional o internacional,etcétera; no duda en volver una y otra vez al despacho para sugerir, recomendar o imponer; piensa que el abogado no es lo diligente que sería deseable, que no le contesta de inmediato a sus llamadas, que no ha puesto en sus escritos lo que le dijo,etcétera; y además, estos sujetos suelen ser inasequibles al desaliento y no entienden una negativa o explicación.
Por otro lado, el Homo familiaris, cliente que por contratar los servicios del abogado, se cree parte de su familia o allegados y le llama por teléfono, le escribe por mail, acude a su despacho sin cita previa. En definitiva, cree que el abogado solamente lleva su asunto y con dedicación a tiempo completo y que además el abogado es feliz de saludarle y comentar su caso al gusto del cliente.
Frente a ellos, debe el abogado sacar su esencia de Homo hábilis, o sea, hábil para explicarle al cliente que su caso no es el único que atiende, que su caso no es el único para el juez, que su caso no es el único para la doctrina jurídica, que existen unas normas procesales que no se pueden saltar según la urgencia personal, y algo realmente importante, que no debe olvidar que suele haber otro letrado defendiendo el interés o parte contraria con derecho a alegar, cuestionar y recurrir.
En definitiva, el abogado debe contar con la habilidad para explicar al cliente que un litigio no es un juego de frontón sino más bien un duelo donde a veces tiene lugar con la elegancia de la esgrima y otras con la bajeza de la lucha en el barro. Y sobre todo, el abogado debe abrir los ojos al cliente para que capte, que el “silencio procesal” no es un mal presagio sino la necesaria maduración del litigio para obtener el fruto de la justicia.
Lo triste es que el problema retornará para el abogado, cuando éste le plantee al cliente la cuestión del pago de los honorarios que le debe y cuyo abono se demora. Ahora será el abogado cuando le plantee al cliente… ¿cómo va lo mío? Y es que la urgencia del cliente en obtener sentencia, en el impulso acelerado del litigio, a veces desaparece mágicamente cuando se ultimó por sentencia. Curiosa aplicación de la teoría de la relatividad en los tiempos de la relación entre abogado y cliente.
José Ramón Chaves
Magistrado
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