24 septiembre 2024

Convencer al juez citando jurisprudencia con lealtad

José Ramón Chaves Por José Ramón Chaves
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Hace días el Tribunal Constitucional sancionó con “apercibimiento” a un letrado que enriqueció su recurso de amparo usando citas falsas de jurisprudencia constitucional, enfatizando su literalidad con el entrecomillado. Además, el alto tribunal dio dado traslado al respectivo Colegio de la Abogacía a los efectos disciplinarios al supuesto marrullero.

El Tribunal Constitucional rechazó el alegato exculpatorio del abogado, centrado en errores debidos al uso de inteligencia artificial o por entrecomillar con ligereza argumentos propios, y ñe recordó en su resolución sancionadora que es responsabilidad de cada letrado la revisión de sus escritos antes de presentarlos, teniendo en cuenta en el caso concreto, en que no se trató de una cita aislada sino nada menos que de diecinueve fragmentos de sentencias ficticias.

Mas allá de este singular caso, existen numerosos códigos deontológicos y éticos, así como estatutos colegiales, que imponen a los abogados la lealtad, buena fe y veracidad, por respeto debito tanto al cliente, como al tribunal al que se dirigen. La moraleja es que no vale todo con tal de conseguir la victoria en los templos de la justicia.

Una cosa es la llamada astucia procesal (tolerable) y otra muy distinta la burla procesal (inaceptable). Resulta ilustrativa la sentencia de la sala civil del Tribunal Supremo, de 22 de febrero de 2013 (rec. 1352/2010) cuando afirma que «aunque la astucia pueda ser una de las habilidades legítimamente desplegables en el proceso, no es institucionalmente admisible reducir el proceso a un simple juego de astucia cuyo único objetivo sea perturbar a la parte contraria».

La defensa del cliente debe ser la mejor posible, y si ello requiere deslizar en el proceso hipótesis de interpretación jurídica arriesgadas pero razonadas (sin inventarse normas), o versiones de hechos alternativas en escenarios de incertidumbre objetiva (sin recurrir a testigos falsos, ni peritos preparados maliciosamente), podrá hacerse, pero sin pretender engañar maliciosamente al tribunal y a la parte contraria, pues un litigio es cosa seria y debe imperar el juego limpio, o en términos jurídicos, la lealtad procesal.

En particular, el abogado puede bajar la guardia al citar las normas aplicables al caso pues, al fin y al cabo, el iura novit curia hace descansar el peso del conocimiento del derecho positivo y la verificación de su existencia y vigencia, en el juez.

En cambio, cuando se trata de aportar jurisprudencia, debe ser el abogado quien verifique su correcta cita. Y ello, porque el océano de jurisprudencia es inmenso, y puede resultar tentador para algún abogado con ética debilitada, el sostener su tesis mediante la cita de jurisprudencia, acudiendo a alguna de estas capciosas técnicas de cita: a) sentencias de casos similares dictadas por otros tribunales (callando que fueron revocadas por el tribunal superior); b) sentencias de las que no se cita la doctrina o ratio decidendi, sino un escondido obiter dicta, o peor aún, el resumen que hace la propia sentencia de la posición del litigante que interesa resaltar; c) sentencias citadas en fragmentos desconectados del contexto, que si no se comprueban íntegramente llevan a creencias erradas; d) sentencias citadas en aparente literalidad, pero manipulando la sintaxis y alguna palabra, induciendo al lector a erradas conclusiones.

Mas socorrido y menos reprochable (e incluso gracioso) es el habitual énfasis de algunas demandas o contestaciones que apuntalan su argumento con una expresión de tramposa elegancia, del siguiente estilo “lo que se ve avalado por jurisprudencia consolidada, cuya notoriedad nos revela de citarla y agotar a la sala”.

Es cierto que hoy día el uso de las tecnologías, los corta y pega, las urgencias personales y el exceso de trabajo, pueden llevar a los letrados, fiscales y jueces a cometer ostensibles errores en sus respectivos escritos profesionales. Sin embargo, una cosa es la anécdota y el error puntual, y otro el caso de quien, a sabiendas pretende inducir a error al abogado contrario o al juez, confiando en que sobre tal base se dicte sentencia favorable a sus pretensiones.

Hoy día, el ChatGPT se está convirtiendo en el aliado de algunos abogados perezosos, lo que puede llevar a consecuencias procesales negativas si son detectadas. El año pasado un juez federal de Nueva York (P.Kevin Castel) sancionó a dos abogados que en un litigio redactaron una demanda mediante inteligencia artificial y se apoyaron en citas de sentencias dictadas por jueces estadounidenses, de manera que no solo multó a cada uno con 5.000 dólares, sino que les obligó a comunicar esa sanción a cada juez falsamente identificado como autor de las sentencias falsas, dejando en manos de los abogados las disculpas.

Por eso, bueno es tener en cuenta que la inteligencia artificial generativa facilita trabajos preparatorios a machete, con beneficio de economía procesal, pero en ningún modo (y afortunadamente) puede sustituir la experiencia profesional y destreza que se espera de un abogado.

El cliente es humano y quiere trato igualmente humano de un abogado con empatía, que luche ingeniosamente por su derecho para convencer a otro juez del que se espera que cuente con sentido del derecho y sensibilidad ética. La justicia es humana, demasiado humana, y no debe perder esa seña de identidad.

Quizá en la próxima década aceptaremos con naturalidad ese nuevo estilo de trabajo del abogado, sin artesanía ni personalización, pero posiblemente se supeditará el uso de la inteligencia artificial en los alegatos escritos, a informar expresamente al tribunal de haber acudido a esa tecnología, como salvaguarda de posibles malentendidos. De igual modo, algo me dice que, conforme avancen esas tecnologías de inteligencia artificial en manos de los abogados, avanzarán las disponibles para que los jueces detecten su abuso, cuando se citen sentencias ficticias.

Mientras tanto, bueno es que todo jurista revise sus escritos con minuciosidad antes de volcarlos al proceso. No solo por posibles errores, sino porque al revisarlo (una simple relectura rápida), siempre se descubren ángulos o aspectos que pueden mejorarlo.

Por último, reconocemos que hoy día existen infinidad de sentencias con fuerza de cosa juzgada que se asientan sobre falsedades impunes, que han pasado inadvertidas, pero quien ha conseguido el fruto prohibido de esa sentencia injusta podrá ufanarse en su ocio, pero jamás mirarse con orgullo al espejo. La nobleza y lealtad profesionales, son la diferencia entre el abogado y el leguleyo, entre el profesional del derecho y el parásito del derecho.

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