Blog de Comunicación y Marketing Jurídicos
09 enero 2025
El abogado como comunicador de profecías
Por José Ramón Chaves
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El abogado conoce su profesión, la ciencia jurídica, el laberinto procesal y el marco de las negociaciones. Lo que no conoce es el desenlace del conflicto y le toca hacer profecías.
El borroso horizonte de la justicia del caso
El célebre juez del Tribunal Supremo estadounidense Oliverio Holmes, con gran pragmatismo, señalaba que el Derecho eran “las profecías acerca de lo que los tribunales harán en concreto; nada más ni nada menos”. Por eso, saber pronosticar lo que decidirán los jueces es una virtud comunicativa del abogado y que incide en su labor de marketing profesional.
Podrá decirse que con la inteligencia artificial y con ayuda de algoritmos capaces de combinar normas, jurisprudencia, variables probatorias, factores procesales, junto con el cóctel de emociones o prejuicios, de los jueces algún día podrá pronosticar de forma rápida y con altísimo grado de certeza, el sentido de resolución de un litigio.
Hoy día no es posible. No solo por la profesión de abogado que tiene por esencia manejar una disciplina cambiante según los valores sociales y la política que crea o deroga normas, sino porque es realmente inaccesible a fórmulas matemáticas o automatizadas la reconstrucción de hechos probados sobre inmensidad de medios probatorios, no siempre convergentes ni siempre existentes; como difícil es entrar en la mente del testigo o perito, y conocer cuando dice la verdad o manipula la exposición, deliberada o inconscientemente; y no digamos, la dificultad de mecanizar un modelo de ordenamiento jurídico sobre principios de variado juego (jerarquía, competencia, especialidad, territorialidad, etcétera) y de criterios interpretativos concurrentes (letra, finalidad, contexto, etcétera), y todo ello, debiendo armonizarse con los inexcusables principios y valores, que solo admiten subjetiva ponderación para primar uno u otro.
No es mala la incertidumbre
El grado de incertidumbre litigiosa es el precio de obtener la sentencia justa. De hecho, el proceso es el sendero para resolver el nudo gordiano del litigio y está cuajado de garantías, derechos y cargas, para evitar el error de la sentencia.
Además, si no existiera esa incertidumbre congénita al litigio, y la justicia fuese automatizada, rápida e infalible, se cumpliría con la frase de William Shakespeare en su drama “Enrique VI”, que pone en boca de un furibundo rebelde la condición para que prospere la tiranía, consistente en que “La primera cosa que haremos es matar a todos los abogados”. Pues bien, en un escenario de plena automatización y robótica de la justicia no existirían abogados, ni fiscales ni jueces, y me temo que nada bueno los sustituiría, salvo la dictadura del frío algoritmo.
Por otro lado, hace casi veinte años tuve ocasión de participar en un seminario del Consejo General del Poder Judicial y de preguntarle al que fuere futbolista, entrenador y conferenciante Jorge Valdano, por qué no se automatizaba al máximo con informática el control de faltas, mediciones y tiempos en los partidos de fútbol, que reportaría exactitud y rapidez en solventar los conflictos y discusiones de aficionados y entrenadores de equipos enfrentados por situaciones discutibles. Por aquél entonces aún no se había implantado el “ojo de halcón” y la respuesta del conferencista fue del siguiente tenor: «Si se hiciese eso, desaparecería el espectáculo, desaparecería el fútbol como arte y diversión, la afición no disfrutaría, la prensa no tendría noticias, el mercado del fútbol caería, y la competición perdería todo aliciente y alegría».
Me temo que algo parecido sucede en el ámbito de los litigios, pues en buena parte de ellos, tanto los litigantes como los abogados juegan con las holguras del proceso, con las incertidumbres, y se diseñan estrategias jugando sus mejores cartas y confiando en que la parte contraria falle, o con que el juez que toque en suerte tenga el sesgo favorable a la tesis que se le expone.
La carga del abogado de disipar las nieblas de la incertidumbre
Sin embargo, todos queremos una mínima seguridad en la aventura, y especialmente en los litigios, que cuestan dinero, energías e ilusiones. Cualquier persona que pretende un servicio técnico, de reparación de averías o similar, quiere que el profesional le garantice el resultado. En cambio, los servicios jurídicos, al no ser el Derecho una ciencia exacta, y al no ser infalibles los jueces (ni los abogados), el resultado tiene un elevado grado de incertidumbre. E incluso una vez dictada la primera sentencia, el juicio sobre el desenlace de la apelación o casación cuenta siempre con su propio grado de incertidumbre, menor que en la instancia, pero subsistente.
Como la incertidumbre está servida, ahí está el abogado como piloto en el mar de los sargazos de normas y jurisprudencia, que tiene el deber de poner su saber hacer para llegar a buen puerto, y sobre todo, antes de iniciar el viaje tiene que comunicar al cliente las posibilidades de victoria.
He ahí el núcleo del dilema en el abogado. ¿Ser optimista o pesimista?,¿ver la botella medio llena con las pruebas disponibles o medio vacía por las pruebas que no ayudan?,¿hay que decirle al cliente lo que quiere oír, o lo que le diría al contrario si contratase sus servicios?
El Estatuto General de la Abogacía Española (RD 135/2021, de 2 de marzo) se cuida de orientar al abogado, pero en términos vaporosos pues le indica que informe al cliente “sobre la viabilidad del asunto” (art.48.3): e incluso que el cliente puede pedirle que emita “informes que contengan valoraciones profesionales sobre el resultado probable de un asunto, litigio o una estimación de sus posibles consecuencias económicas” (art.48.6).
Maneras de vaticinar con elevado acierto sin contar con una bola de cristal
No falta quien se niega a hacer todo pronóstico, salvo aventurar los honorarios finales, como tampoco quien juega con la ambigüedad, al estilo del rey Creso de Lidia, de quien nos cuenta Herodoto que solicitó al oráculo de Delfos el pronóstico de una guerra con Persia, respondiéndole que “si entraba en la guerra con los persas, se pondría fin a un gran imperio”; el rey se embarcó en la guerra y el imperio ciertamente fue derrotado:¡El suyo!
Pero quizá hay tres maneras de abordar con elegancia la cuestión, manteniendo la cabeza alta como abogado.
La primera. La estadística. Indicar al cliente que cualquier pleito de la naturaleza y orden jurisdiccional que le preocupa, tiene un indicador aproximado porcentual de estimaciones (el CGPJ publica anualmente las estadísticas judiciales con cifras y porcentajes). Así, por ejemplo, si alguien se embarca en un litigio contencioso-administrativo, bastaría con decirle que, en primera instancia solo se gana uno de cada cuatro litigios, y en segunda instancia una de cada cinco apelaciones, o que solo se admiten un veinte por ciento de los recursos de casación de los cuales se estima la cuarta parte.
En el orden civil, mercantil, o penal, lo suyo sería hacer un esfuerzo de pronóstico puramente estadístico de esa categoría de litigios en que está inmerso el cliente (sin precisiones ni matices del caso singular), por ejemplo, sobre casos del inquilino que demanda la renta, de las pensiones de divorcio, de las demandas de competencia desleal, de las condenas asociadas a delitos leves de esa naturaleza, de etcétera.
Es cierto que no satisface mucho el frío dato genérico, que posiblemente nada tiene que ver con la singularidad del pleito que preocupa al cliente y ocupa al abogado. Sin embargo, no deja de ser útil conocer, antes de acometer una travesía por mar, el porcentaje de barcos hundidos o desarbolados o que pierden el norte.
La segunda. La empatía. Se trata de confesar al cliente la decisión que tomaría si fuese el mismo el que se encontrase en la tesitura de ser cliente en un escenario litigioso idéntico. O sea, tratar al cliente con la sinceridad que le gustaría que le tratase otro abogado a él. Incluso llegando a entender que hay litigios que se emprenden por el fuero y otros por el huevo, o que pueden aconsejar desafiar las estadísticas. O compartir con el cliente que hay que jugársela y correr los riesgos.
La tercera. La dedicación. Indicar al cliente que, como su abogado, le ofrecerá la mejor defensa posible de que es capaz, que examinará artesanalmente el asunto como si fuere único y cosa propia. Que no escatimará esfuerzos y que no le garantiza el resultado, pero sí le asegura esfuerzo y dedicación.
Con esos mimbres ofrecidos por un profesional serio, podrá el cliente forjarse un criterio orientativo del desenlace judicial, y al menos desterraremos la leyenda negra del abogado que embarca al cliente en pleitos sin posibilidades de victoria orillando todo principio ético, situaciones que refleja un conocido chiste estadounidense que define al abogado como «ese profesional que cuando le consultas después de exponerte con alta voz los puntos fuertes de la victoria, te susurra con frase rápida, enmascarada en palabrería que también cabría la remota posibilidad de derrota; y cuando llega la sentencia desfavorable le grita al cliente:¡Se lo advertí!»