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09 abril 2025
Por José Ramón Chaves
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La alegoría de la Justicia se presenta ciega, pero no sorda, para poder escuchar los alegatos de los abogados, informes de peritos y testimonios de testigos, los cuales están llamados a ser sopesados desde la imparcialidad por el juez.
Esta imparcialidad no impide la legítima estrategia del abogado en las vistas orales para intentar llevar la particular narrativa del caso, su argumentación y defensa hacia la mente del juez, mediante algunas fórmulas orales que persiguen captar su atención. Ello sin olvidar, claro está, que el lenguaje corporal o el contacto visual siempre ayudan al respeto y credibilidad del abogado.
La frase que suele abrir el alegato en la vista oral, “con la venia”, es la bandera blanca, con la que se pide permiso sin esperar su concesión, pues se vuelca a modo de presentación seguida inmediatamente del alegato. A veces la fórmula es mínima, como un susurro formal, y otras veces se pronuncia enérgicamente con citación del sujeto a que se dirige: “con la venia de su señoría”.
Recuerdo la anécdota real de cierto abogado que se dirigió hacia mi colega, un bigotudo juez que presidía, diciendo “Con la venia de su señorita”, lo que no le perjudicó, pues provocó la sonrisa del juez, quien no perdió la flema y le respondió: “Cuente con la venia si la vida me da tiempo y ganas para efectuar esa opción”.
En todo caso, la fórmula rituaria no revela súplica ni humillación alguna, sino que consiste en un mero formulismo para llamar la atención del juez sobre quien pretende asumir el turno de palabra y comenzar su exposición. Otras veces se usa la locución para interrumpir sin aspereza el discurso contrario si se advierte algo extraño, algo que requiere precisión u orden procesal, del estilo: “Con la venia, nos gustaría se le exhibiese el documento de que se habla”, “Con la venia, mi colega está acosando al testigo”, “Con la venia, quisiéramos protestar”, “Con la venia, esta no es la fase procesal para ello”, etcétera.
Sin embargo, más que locuciones o fórmulas, lo que capta realmente la benevolencia judicial es la brevedad, la claridad y la lógica argumental. La brevedad, porque la atención a los debates del juez, como la de todo ser humano, baja en intensidad con la prolongación temporal; la claridad, porque el enredo no ayuda a la justicia ni a la labor de sentenciar y aleja la mente del juez; y la lógica en la argumentación, para que no se pierda el juez en la fronda de palabrería, lo que aconseja que el abogado introduzca breves explicaciones introductorias que anuncien el alegato, o cuando existe un interrogatorio complejo al testigo o perito.
Hay quienes usan y abusan de trucos expresivos para captar la atención del juez, como los excesos retóricos, las actitudes teatrales, o incluso el lenguaje trivial. Recuerdo algún abogado que tosía sonoramente como trompetazo para anunciar su exposición, y que si quería llamar la atención sobre algo inexacto del perito o testigo, cuando le interrogaba el abogado contrario, carraspeaba vivamente.
El problema es que no puede afirmarse que el uso de estas técnicas propias de “tahúres judiciales” despierten la complicidad del juez, sino más bien éste pondrá al letrado en una especie de “libertad vigilada”, pues el proceso es cosa seria.
Muy distinto, y totalmente legítimo y hasta recomendable es el uso de la retórica o dialéctica, poniendo énfasis en frases o puntos concretos; el buen abogado sabe administrar las pausas, el tono y los acentos para que no pierda el hilo el juez. O sea, alzar las palabras, pero no la voz. Por descontado, mal abogado es el que interrumpe al juez o al abogado contrario, y no digamos, si se le ocurre bostezar, chascar la lengua o contestar al móvil en sala.
Otra anécdota realmente sucedida, tuvo lugar cuando un abogado me preguntó antes de comenzar la vista oral si podía caminar por la sala y ofrecer su exposición, a lo que repuse que eso era muy propio del mundo penal estadounidense pero todavía no había llegado esa moda al ámbito contencioso-administrativo español. Añadí que no solo los estrados están para algo (para marcar la posición triangular de partes y juez, y permitir la idónea escucha y/o grabación) sino que su deambulación perturbaría a la parte contraria y no me parecía que contribuyese al orden el que todos paseásemos convirtiendo el foro, no en un ágora de luz sino en un zoco de confusión.
Lo más práctico para captar la atención del juez suele ser conocer su talante o hábitos. Ello en el sentido del dicho clásico de que «Un buen abogado conoce la ley; un gran abogado conoce al juez». Precisaré que no se trata de que el juez tenga un talón de Aquiles de parcialidad que puedan aprovechar los abogados, sino sencillamente de la conveniencia de conocer los sesgos y prejuicios del juez que pueden facilitar que éste tenga mayor empatía con el abogado.
En efecto, hay jueces que hablan bajo y no soportan gritos, y otros a los que si no se les grita, parecen no despertar; otros no admiten espontaneidad fuera de la hoja de ruta procesal, mientras que otros agradecen lo que aligere con informalismo el proceso; otros no miran a los ojos pero atienden y a la inversa, los hay que miran fijamente mientras su alma parece levitar por la Sala; los hay que mandan mensajes con voz estentórea y otros se limitan a resoplar o mirarse las uñas; hay jueces que son esfinges y otros son hiperactivos, etcétera. Hay de todo en las viñas judiciales.
Sin embargo, en general, los jueces se esfuerzan en prestar atención, a veces gracias al buen hacer del abogado y otras pese a sus desviaciones, pues deben resolver inexcusablemente el caso. Para eso la mejor ayuda es conocer y comprender las posiciones de las partes. Pero sobre todo, el juez no puede bajar la guardia y no atender a lo que puedan exponer los abogados porque son los que auténticamente conocen con inmediatez los pormenores y son los que brindan habitualmente en sus alegatos lo que algún procesalista ha calificado de “proyecto de sentencia” (cada parte la que considera procedente).
Y es que no debemos olvidar el pasaje de la sexagésima octava carta de Montesquieu a los persas (1717), en que Rica, el rey de Persia, interrogando a un alto magistrado sobre las razones por las cuales había vendido toda su biblioteca, le preguntó cómo podría juzgar a partir de ahora. El juez respondió: «Si conociese usted la justicia no hablaría de ese modo; tenemos libros vivos que son los abogados, ellos trabajan para nosotros y son los encargados de instruirnos».