20 octubre 2020

El color de las palabras

 Rafael Guerra Por Rafael Guerra

He pensado que, en los actuales tiempos de geles hidroalcohólicos y mascarillas, nos vendría bien a todos, algo ligerito, sobre comunicación, por supuesto, pero con no demasiada enjundia.

La sinestesia – muy manida, por cierto – que encabeza estas líneas, pretende señalar cómo las palabras no sólo significan conceptos racionales, sino que, a veces, se llenan de significados sentimentales.

Ya sé que, en estrados, no gusta la sentimentalidad, cuya expresión más floreada y colorista son las figuras retóricas. Arturo Majada, autor de Técnica del informe ante juzgados y tribunales, desaconseja su uso – el de las figuras retóricas, se entiende – en los informes forenses.

“Sería un contrasentido – escribe el ilustre rétor jurista – que el Abogado que defiende un asunto se dedicara a hilvanar variedad de figuras, en vez de ordenar las pruebas y los raciocinios para persuadir a los Jueces; toda figura ha de encaminarse a dar realce a la argumentación fundamental y hacer otra cosa es, además de inútil, enojoso para los Jueces y perjudicial para el mismo orador, en el que se supone que poca técnica debe existir cuando se decida a estas vaciedades.”

Parece claro. El color de los escritos e informes forenses ha de ser oscuro, negro, como el del uniforme que visten sus autores y sus destinatarios. Nada de extraño hay, pues, en que tales composiciones se asemejen ocasionalmente a pesados serones de carbón.

En la Roma clásica, las cosas eran de otra manera. Los abogados pronunciaban oraciones llenas de colorido, de figuras retóricas, de sentimientos; fingidos, probablemente, pero conmovedores.

Algunas películas americanas de juicios incluyen discursos apasionados y apasionantes, que, se supone, mimetizan los pronunciados de verdad en los tribunales estadounidenses. Quién no recuerda el que expone Atticus Finch (Gregory Peck) en Matar un ruiseñor (To kill a mockingbird, 1962, Robert Mulligan). Si alguno no lo ha oído, vale la pena que lo haga. Suscitará en él, estoy seguro, la misma devoción con que lo escuchan los negros del film, encaramados en el gallinero de la sala de audiencias donde los prejuicios racistas los tienen apartados.

A lo largo de mi carrera profesional, ya prácticamente terminada, no ha llegado a mis manos ni un solo escrito forense: demanda, recurso,  sentencia, …, ni he oído un solo informe oral, que merezcan el calificativo de pieza literaria, en el género forense, claro está. Una composición que invite a releerla o a volver a escucharla, hoy algo perfectamente posible gracias a las grabaciones videográficas de las vistas.

Ocasionalmente, he sentido la tentación – lo confieso – de pintar mis informes al estilo cinematográfico, e incluso tres o cuatro veces caí en ella. Bueno, en realidad, no fueron caídas, sólo traspiés,  porque temí la eventual suspicacia de sus señorías. No creo haber conseguido nunca nada memorable. Y bien que me habría gustado. Mis escasas dotes oratorias me lo han impedido.

Apartado ya del tráfago de los tribunales, animaría a los abogados – ojo, el masculino de ‘abogados’, como género no marcado, vale también para ‘abogadas’ –, sobre todo a los que poseen cualidades oratorias, les animaría, digo, a que compusiesen informes y escritos no sólo jurídicamente perfectos, sino retóricamente atractivos, con latido sentimental, con color. Y les rogaría – esta es mi más encarecida súplica – que me los hagan llegar, para consuelo de mis decepciones.

Aunque la exigencia de una administración de la justicia sin dilaciones – convenientemente interpretada por los jueces – impone una brevedad casi imposible a los informes finales de los juicios, no me parece pretexto suficiente para el desaliño retórico que muchas veces les afea. El que dice Atticus Fich en Matar un ruiseñor, dura menos de siete minutos, y, a mí, siempre me convence y … me hace llorar.

Rafael Guerra
retorabogado@gmail.com 

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