25 junio 2024

Excesivo tamaño de los escritos procesales: Una mala práctica retórica con discutible trascendencia jurídica

 Rafael Guerra Por Rafael Guerra

La informática, tan beneficiosa para tantas cosas, produce algunos efectos perniciosos, en este caso, para la retórica forense. Uno de ellos es la hipertrofia de los escritos procesales. No sólo los compuestos por los abogados, sino también los que brotan de los teclados judiciales.

La función “copiar / pegar” facilita enormemente la escritura. Tanto, que, al menos en el ámbito forense, se emplea con una liberalidad incontenida.

Esa utilísima herramienta es, creo, la principal causa de la obesidad mórbida de que padecen muchos escritos procesales, y que ha llevado a las autoridades competentes a adoptar medidas pretendidamente profilácticas. Quizá la última sea el Acuerdo aprobado por la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo el día 8 de septiembre de 2023. En él, se impone, para los recursos de casación y de oposición en el ámbito civil, un tamaño máximo de 50.000 caracteres, espacios incluidos, o de, más o menos equivalentes, 25 páginas.

El castigo asociado – en la práctica, que no en la norma – al incumplimiento de ese mandato es la inadmisión a trámite del escrito afectado, lo cual no es ninguna broma. Ya se ha dado algún caso en el que, a un recurso de casación civil con más de 25 páginas, se le ha cerrado el buzón de recogida.

Quizá uno de los efectos más repelentes del orador, del escritor es producir discursos, escritos innecesariamente largos. Lo son los que lo parecen. Y lo parecen los que resultan irrelevantes, farragosos, repetitivos, insustanciales, mal trabados. Una novela apasionante de 200 páginas puede parecer breve. Un recurso de casación de sólo 10 construido con retales de sentencias puede resultar más largo que el clásico día sin pan, o sea, de ayuno.

Si gozase de alguna autoridad, aconsejaría a los compañeros, comedimiento en el gasto de palabras. Ahorren material léxico todo lo que puedan. Los destinatarios de sus demandas, contestaciones, recursos, etc., no les afearán la tacañería. Al contrario, se la alabarán mucho. En los ambientes forenses, sobre todo, la avaricia verbal no es un vicio, sino una virtud.

Pocas palabras bien administradas dicen mucho. Por eso, los escritos – todos, pero especialmente los procesales – deben ser sometidos a una rigurosa bielda. Han de repasarse con sumo cuidado una y otra vez, para eliminar la paja, la mucha paja con que suele envolverse el grano. Atiborrándolos, hasta casi hacerlos reventar, con textos extraídos de sentencias, no siempre fáciles de leer, lo único que se consigue es estragar la atención de sus destinatarios.

Producir escritos innecesariamente largos es, ya lo he dicho, un defecto retórico muy, muy feo. Pero no hasta el punto de justificar que los procesales sean inadmitidos a trámite. Las leyes rectoras de la comunicación humana proveen de remedios para este mal, que hacen innecesarios los jurídicos.

El exceso en el tamaño de los escritos o de los informes conlleva el desinterés de los destinarios, y éste induce al abandono de la escucha, de la lectura, o a su intermitencia. Es responsabilidad única y exclusiva de quienes los confeccionan, evitar que tal ocurra. Ningún abogado puede pretender que los magistrados a los que dirige un recurso de casación civil, pongo por caso, lo lean completo y por  menudo, si le ha salido largo y pastoso, lleno de textos entresacados de sentencias, muchas de ellas no menos pastosas.

Las leyes de la comunicación humana legitiman a los magistrados que reciben escritos de esas características, para, cuando menos, leerlos a saltos. Y no hay por qué temer que, haciéndolo así, no se enteren de lo que se les quiere decir en ellos. Se enterarán, seguro. Vaya si se enteran. Siempre, claro está, que contengan algo importante de qué enterarse. (Perdón, todos lo tienen.) ¡Que se trata de profesionales acostumbrados a procesar cantidades ingentes de palabras!

No existe, pues, ninguna necesidad de inadmitir a trámite escritos procesales cuya extensión exceda un determinado número de palabras. Imponer un límite de ese tipo o exigir justificación para sobrepasarlo carece de soporte racional. La considero una medida vejatoria. Pero ese es otro asunto, ajeno al propósito con que escribo los artículos que el Consejo General de la Abogacía  Española generosamente me publica en este blog.

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