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18 enero 2022
¿Hay un espadachín de palabras dentro del abogado?
Por José Ramón Chaves
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El ilustre escritor Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) obtuvo el título de licenciado en derecho por la Universidad de Oviedo a los veinte años, pese a no tener vocación, y solamente para no decepcionar a su padre. No ejerció la profesión ni un solo día, pues tras hacerse una fotografía en la Puerta del Sol con la toga puesta, se dedicó a sí mismo el retrato: “Al lamentable abogado Ramón Gómez de la Serna, de su tocayo: Ramón”.
El escritor sabía que la apariencia, el título y el lustre de abogado, era una gran carta de presentación que le permitían dedicarse a su real vocación, jugar con las palabras sin someterse al veredicto de la caprichosa justicia que se mostraba como el aria de la ópera Rigoletto: “La donna è mobile/
Qual piuma al vento/Muta d’accento e di pensiero”. Con esta renuncia, don Ramón posiblemente desaprovechó la ocasión de poner su pluma y verbo florido al servicio del derecho, campo donde seguramente hubiera hecho originales aportaciones a la jurisprudencia, o al menos más viva y divertida.
Ciertamente el abogado ha estudiado “letras”, y se etiqueta públicamente como “letrado”, lo que realza su condición de mago de las palabras. Al fin y al cabo, su misión es leer boletines, comentarios jurídicos, estudiar normas, interpretar locuciones, usar argumentos retóricos y dialécticos y ,en definitiva, sembrar palabras buscando cosechar del juez otras que amparen su petición: Admitir, estimar, condenar al contrario, etcétera.
El Derecho se ofrece como un laberinto de palabras. Hay ámbitos jurisdiccionales cuya denominación anuncia la entrada al infierno de Dante: “lo contencioso-administrativo”, mientras que otros resultan más dulces y amigables: civil,social, o familia. En cambio, lo penal siempre se presenta ácido para quien se ve implicado. La precisa denominación de cada categoría normativa indica su valor (Constitución, leyes, decretos leyes, reglamentos) que se modula en manos del letrado, según su posición y estrategia, como las piezas de un tablero de ajedrez
Gran parte de los juicios empiezan por una “providencia” (que admite la demanda o denuncia) y se ultiman por una “sentencia”; ambas palabras actúan de portada y contraportada del libro del pleito con subliminal mensaje; la “providencia” encomienda a las bendiciones del azar que rodea a todo litigio, y el término ”sentencia” evoca “sentimiento”, con impacto doble, pues se manifiesta gozoso en quien gana y penoso en quien pierde.
Dado que entre providencia y sentencia se acumulan alegaciones, pruebas y conclusiones, quizá a don Ramón se le ocurrirían greguerías mucho mejores que estas simplezas que ahora se me ocurren: “Los juicios son emparedados de palabras”, “Los abogados son náufragos de la justicia”, El juez es el semáforo de las palabras de los abogados”, “El abogado pide la palabra pero no siempre la devuelve”, “El derecho procesal es la partitura de Justicia”.
El letrado debe usar su verbo fluido fuera del foro, en sus relaciones con el cliente, tanto antes de embarcarse en el litigio, como para contarle si llegó a buen puerto o embarrancó.
En efecto, el letrado debe comunicarse con el cliente para que ambos se entiendan, pero sin descender a lo simple y vulgar, porque si aplica lenguaje coloquial quizá el cliente piense para sus adentros, parafraseando al burgués gentilhombre de Moliere, que “hablaba derecho sin saberlo”, y por tanto, le parecerán caros los servicios del abogado.
Ciertamente, lo que se ofrece críptico, complejo o jerga jurídica, provoca en quien lo escucha respeto y valor. Es más solemne y revela más autoridad que el abogado utilice el término “interponer” que “presentar”; más elegante decirle que algo está “inconcuso” que afirmar que está “claro”; más majestuoso informarle que lucha contra una “afirmación apodíctica” que decirle que combate una simpleza no razonada. Y desde luego, el abogado sabe que al cliente le encanta diagnosticarle “indefensión” y que luchará por la “tutela judicial efectiva”. Grandes palabras para grandes retos.
Sin embargo, las palabras de la jerga jurídica no deben empañar la empatía del abogado. La inteligencia legal no puede aplastar la inteligencia emocional. El cliente viene con un problema y el primer paso es comprender ese problema, ponerse en lugar del cliente y transmitirle que cree en su versión, su razón y derecho.
Claro que también el abogado debe saber envainar su espada y callarse, ya sea cuando se relaciona con el cliente como con el juez.
Así, el abogado curtido sabe callarse al escuchar al cliente para generar confianza. Los abogados neoyorkinos alzan la ley de los treinta segundos, que es el tiempo mínimo que deben dejar hablar de continuo al cliente, aunque deseen o necesiten interrumpirlo, porque parece ser que la psicología práctica indica que es el umbral a partir del cual el cliente no lo percibe como descortesía.
Y también sabe callarse ante el juez para evitar abrumar con palabras orales o escritas, cuando la posición está clara. Los abogados veteranos de cualquier país, aplican la ley del contacto visual: si el contacto visual del juez va acompañado de arruga en el entrecejo y se cruza los brazos, ya es hora de ir acabando el alegato. Si además bufa, ya es hora de ir dando el pésame al cliente.
En fin, que lo importante para un abogado es hablar éticamente. Es decir, hablar con claridad, tanto al cliente como cuando se dirige al juez, evitando rodeos, engaños, enredos y delirios. Defender el pleito con el ardor que se defienden los asuntos propios. Coraje para informar del pleito perdido y serenidad al comunicar el victorioso. Que no haya equívocos, como el caso de aquel abogado que le gritó telefónicamente a la cliente: ¡Estimada!, y la cliente se preguntó si era víctima de una estafa (es-timada) o si le proponía mayor intimidad, hasta que el abogado le aclaró que el fallo judicial estimatorio era el más bello poema sin rima que puede imaginarse.
La palabra del abogado, salpimentada con leyes y habilidad, adquiere asombrosa plasticidad: narrador de versiones, ariete frente al enemigo, inquisidor de testigos, bisturí sobre los peritos, mensajero para el juez y confesor para su cliente. Y escudo frente a gorrones, claro. Se entiende así, lo comentado por el citado Ramón Gómez de la Serna en su discurso en las bodas de plata de los licenciados en derecho en 1911, reconociendo que al abogado “le es fácil convertirse en observador y pasar de abogado a escritor o a lo que quiera. Me parece que fue Cánovas el que dijo que siendo abogado en España se puede ser todo, hasta Reina Madre…”, y lo cerró diciendo que “Creo sin embargo en la abogacía, la gran defensora de la vida, la última misericordia, cuando todo quiere hundir al hombre” (Automoribundia 1888-1948). Grandes palabras del escritor, con grandes verdades.
José Ramón Chaves
Magistrado
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