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10 enero 2023
La declaración de guerra jurídica
Por José Ramón Chaves
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Uno de los hitos más relevantes en la relación del abogado con el cliente es el salto de la negociación al conflicto, de las palabras a los hechos, del frío requerimiento infructuoso a la ardiente demanda. Un sensible cambio de escenario, que requiere un previo y prudente cambio de impresiones entre abogado y cliente.
El abogado tiene que saber comunicar al cliente lo que significa el zafarrancho de combate jurisdiccional, con sus ventajas y riesgos. Hay nobleza en priorizar las buenas palabras, el diálogo o el escrito cortés, pero a veces no sirve de nada. Además, la respuesta del adversario ante la mano tendida puede ser cortés u hostil.
Hay quien se encastilla en sus razones, bien porque lo cree de buena fe, o porque realmente cuenta con asesoramiento jurídico favorable. Pero también abunda quien se niega a sopesar que pueda estar equivocado, y se limita a atrincherarse en el estado de cosas, en su posición de hecho y se niega a reconocer, hacer o dar nada.
En el primer caso, el del adversario razonable, el abogado tiene que tener las antenas abiertas para comprender sus razones, los ases probatorios que puede tener en la manga, lo que dice la normativa al respecto, e incluso consultar los precedentes jurisprudenciales. Y con ello, deberá efectuar a su cliente un pronóstico afinado y realista. Es mejor ponerse colorado reconociendo la debilidad de la posición, e incluso rehusar el litigio, que ponerse rojo tras una sentencia que quita la razón, y a veces con malicioso ensañamiento, que recuerda el dicho castizo, “cornudo y apaleado”.
En el segundo caso, el del adversario terco, el abogado se siente más fuerte, porque se enfrenta a alguien que no entiende de razones. Que no escucha, o que sencillamente le gusta avasallar. Incluso no faltan prepotentes que piensan que su posición es fuerte porque el contrario no podrá pagar un abogado o los costes del litigio, o porque el camino hasta la sentencia firme será largo.
Es aquí donde entra en juego la experiencia y sagacidad del abogado. Primero, estudiar el caso en sus dimensiones jurídicas (normas en liza e interpretaciones posibles) y fácticas (lo que está probado y lo que se puede o no probar, y con qué medios). Después, identificar puntos fuertes y débiles, propios y ajenos. Finalmente, explorar los posibles flancos de ataque: vía extraprocesal, vía judicial civil o penal, pretensiones prudentes o agresivas, etcétera.
Llega el momento de hacer cosecha de lo estudiado y reflexionado y rendir cuentas al cliente. Entonces el abogado se convierte en el general que debe comunicar al emperador la situación para que este decida. Importa mucho lo que le dice al cliente y cómo se lo dice.
En su pronóstico del eventual litigio son muy importantes los matices de las explicaciones orales. El cliente confía en el abogado y éste es la voz del derecho y la Justicia. Por eso, las palabras usadas importan mucho. No es lo mismo hablar de lo posible que de lo probable. No es lo mismo sostener una versión de hechos verosímil que sostener lo que realmente puede probarse. No es lo mismo hablarle de “un” litigio que explicarle que normalmente puede haber segunda o incluso tercera instancia y además incidentes de ejecución. Y no es lo mismo hablar al cliente de costes que hablarle de las costas judiciales.
El buen abogado explica con precisión el escenario de incertidumbre que espera a quien litiga. No deja sin respuesta las preguntas de su cliente. No le dice lo que quiere oír, si no existen mínimas garantías de conseguirlo. Claro que el buen abogado también tiene en cuenta que el cliente no soporta mucha negatividad, ni aguanta palabrería vacía, ni que le traten como uno más; quiere que el abogado tome el asunto como si fuera asunto personal y que le mantenga informado realmente. Pero también tiene en cuenta el abogado que es un profesional que vive de los clientes y su misión no es espantarlos sino ofrecerles el mejor servicio posible para que alcancen la tranquilidad en sus contiendas jurídicas.
Tras el diálogo con el cliente, sobre las variables objetivas, fácticas y jurídicas, que acechan en los recodos del litigio, es muy importante dejarle claro que, en todo caso, el factor humano estará presente. El del cliente contrario (cuya voluntad orientará la defensa); el del abogado del adversario (cuya estrategia es decisiva, y que puede ir desde la pasividad a la beligerancia total); el de los posibles peritos o testigos, pues aquellos emiten palabras desde su profesionalidad y éstos desde su memoria o condicionantes. Y como no, quizá el enemigo involuntario esté en casa: el propio cliente, por su cerrazón o torpeza, o incluso el inesperado error humano del propio abogado que le defiende.
A todos estos factores humanos se sumará el papel del Juez o de los magistrados de la Sala, porque bajo la toga llamada a admitir documentos, escuchar alegaciones y decidir, están personas con sus sentimientos y emociones, con sus sesgos y prejuicios, pues no todos cuentan con las virtudes que para Sócrates deberían adornar a todo juez: “Escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente, y decidir imparcialmente”.
Por eso no es fácil para el abogado ilustrar al cliente sobre la conveniencia de la declaración de guerra jurídica, ni será fácil explicarle un desenlace negativo, aunque la profesionalidad y la experiencia dotan de la valiosa cualidad de la serenidad ante la adversidad. Hoy se pierde sin razón pero quizá mañana se gane sin tenerla tampoco, aunque lo importante es que las sorpresas sean las mínimas.
José Ramón Chaves
Magistrado
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