15 octubre 2024

Los informes orales deben ser ante todo buenos

 Rafael Guerra Por Rafael Guerra

El título del artículo ha quedado, creo, estupendo. ¿Pero cómo saber cuándo un informe oral es bueno? Naturalmente, me estoy refiriendo al informe que hace el abogado en un juicio.

La contestación a esa pregunta depende del momento en que se formule. Si se plantea después de dictada sentencia, resulta muy fácil responder. El informe ha sido bueno si la sentencia ha resultado favorable a las pretensiones defendidas con él.

De proponerse antes de exponerlo, se convierte en otra pregunta del millón. No en vano ha sido el origen de todos los tratados de retórica compuestos desde que se inventó la oratoria.

Con su informe, el abogado intenta convencer al tribunal para que le dé la razón. ¿Y a éste, qué le convencerá más y mejor, del informe? Simplificando mucho: ¿lo que dice o cómo lo dice?, o sea, ¿el contenido o la forma?

La prevalencia de uno u otra guarda relación, entre otros aspectos, con las características del destinatario. Un auditorio en el que la mayoría de sus componentes cuenten con una alta formación técnica, previsiblemente, esperará un discurso con un elevado contenido conceptual.

Un auditorio cuyos miembros mayoritariamente carezcan de preparación técnica, muy probablemente se dejará convencer más fácilmente por las maneras del orador, por los rasgos paralingüísticos, o sea, por el envoltorio del discurso.

Siempre que trato de este asunto, cuento la misma anécdota. Preguntaron a Demóstenes – el orador tenido por más grande de la historia – que etapa del discurso consideraba más importante.

Para que se entienda el cuento, señalo que la retórica clásica distinguía, y distingue, cinco fases en la producción de un discurso: la elección de las ideas, la organización de éstas, su verbalización, la memorización del discurso, y la dicción o, quizá mejor, la interpretación del discurso. Búsquese en internet la explicación por menudo, de cada una de ellas.

Pues bien, Demóstenes, a la pregunta de sus fans, contestó: la parte más importante de la producción de un discurso es su interpretación. Maestro, ¿y después? La interpretación. Sí, bueno. Pero, ¿de las otras cuatro, cuál es más relevante?

La interpretación, fue su respuesta.

Demóstenes lo tenía claro, y no era un cualquiera. Para un tipo de auditorio como el que escuchaba a los oradores de su tiempo, o sea, el conjunto de ciudadanos griegos de toda condición, lo más convincente del discurso es la manera de decirlo, de declamarlo, de interpretarlo. Es decir, la forma, en toda su amplitud. La intensidad de la voz: que permitan oírlo bien, el timbre de la voz: que resulte agradable al oído, los movimientos del cuerpo: que capten la atención, el énfasis en la dicción: que suscite emociones. En fin, esas cosas. Lo saben muy bien los discurseadores políticos y sus asesores.

El auditorio al que se destinan los informes orales producidos por los abogados son, generalmente, jueces de carrera, intelectuales con una gran preparación técnica. Sólo ocasionalmente está formado por personas con, presumiblemente, menor formación. Tal ocurre en los juicios con jurado.

Ese auditorio técnico constituido para resolver un problema técnico espera – siempre presumiblemente – oír ideas interesantes relacionadas con el asunto. Ideas que le sugieran, que le motiven, que le convenzan. El peinado del informante, la dulzura de su voz, sus ademanes sugerentes, la caída lánguida de sus ojos, agradarán quizá al juez. Pero no determinarán, no deberían determinar su decisión. Y si lo hiciesen y se probase que ha sido así, habría que pensar en la eventual existencia de prevaricación.

¿Quiere eso decir que la forma del informe forense es irrelevante? Por supuesto que no. Pero sí, secundaria. En mi opinión, siempre ha de estar supeditada al contenido. Ha de servir para transmitir las ideas que contiene, con la mayor exactitud, la mayor claridad y la mayor brevedad.

Ejemplificaré esta afirmación destacando sólo uno de los aspectos de la forma del informe. ¿Qué potencia más la exactitud, la claridad, la brevedad? ¿Leerlo o decirlo sin papel? De nuevo he de acudir a una anécdota en la que me apoyo cada vez que trato de esta cuestión.

El profesor que nos enseñó “Semántica” en quinto curso de Filología Románica, a lo largo del curso, leyó todas sus clases, que fueron – absolutamente todas – amenísimas y muy interesantes.

No quiero superar el inexorable límite de 750 palabras que me he autoimpuesto para los artículos con que participo en este blog. Así que termino éste sin más dilación. Pero prometo volver sobre el mismo asunto en mi próxima entrega.

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