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24 septiembre 2015
¿Qué fue de Atticus Finch?
A Harper Lee la autora de la novela “Matar a un ruiseñor” le conmovió tanto la actuación de Gregory Peck como Atticus Finch, un personaje modelado sobre su padre, que le regaló el reloj de éste -un reloj que aparece por cierto en los títulos de crédito, maravillosos, de la película dirigida por Robert Mulligan. Peck guardó el reloj hasta su muerte.
Esta introducción me sirve para poner de manifiesto cómo los personajes o en este caso los actores acaban devorando a sus modelos. El Atticus Finch de las páginas de la novela de Lee posee para siempre, si se ha visto la película, las hechuras de Peck que le ha legado un rostro tranquilo, marcado ya por la edad, una mirada melancólica, unos ademanes lentos pero firmes, una mirada decente. Finch subiéndose los lentes hasta su frente para apuntar mejor y disparar sobre un perro rabioso, Peck sentándose ante la puerta de la cárcel en espera de un grupo de racistas linchadores, Finch explicando a sus hijos por qué está prohibido matar a un ruiseñor, Peck sentado en el porche de su casa viviendo en la anochecida su soledad de viudo con los pensamientos perdidos en los recuerdos de su mujer, Peck o Finch saliendo del tribunal, derrotado por un jurado incapaz de superar sus prejuicios racistas, mientras los negros de su comunidad le homenajean en silencio y en pie desde el piso superior del tribunal. Si hubiera que publicar un manual sobre deontología profesional del abogado, yo recomendaría que se regalase mejor una copia de la película y del libro “Matar a un ruiseñor”.
La película de Mulligan, merced a partes iguales a su clásica puesta en escena, al prodigioso guion de Horton Foote, él mismo un excelente dramaturgo, capaz de explorar los rincones de la novela de Lee sin desperdiciar un gramo de su esencia moral y narrativa y a una fotografía en blanco y negro del maestro Russell Harlan que atrapa para siempre unos instantes, una vida, en ese pueblo perdido del Sur en el que la Depresión parece haber congelado el tiempo para ofrecer casi un daguerrotipo de una nación nacida libre y presa aún en las costuras de la camisa de fuerza de la discriminación racial. Uno cierra los ojos y evoca la película como algo propio, como algo que se ha quedado prendido en la retina del corazón.
Por todo ello no hay manera alguna, al menos para mí, de desenredar la madeja narrativa, un doloroso flash back, que propone “Ve y pon un centinela”, la precuela de “Matar a un ruiseñor”, que se publicó antes del verano. Con todo el respeto que merece esa anciana que es Harper Lee, con la publicación de esa nueva novela ha matado a un ruiseñor, y, muy posiblemente, si Gregory Peck viviera le habría devuelto a Miss Lee, sin nota escrita, simplemente en una caja de cartón con los recuerdos de infancia de Scout Finch, el reloj del padre de la escritora porque como sabiamente advirtiera John Ford cuando nos contó la verdad sobre el caso Liberty Valance, en el Oeste, y todos los Estados Unidos son el Oeste, cuando la leyenda sobrepasa la realidad se impone siempre la leyenda. Puede que Atticus Finch fuera el que se nos ofrece ahora en “Ve y pon un centinela”, un hombre un tanto amargado, duro, un punto racista, realista, puede que lo fuera, pero lo dudo porque al único que he conocido de verdad es al que encarnaba Gregory Peck, un caballero, un abogado liberal y humanista del Viejo Sur.