26 septiembre 2017

Saber refrenar la lengua en estrados

José Ramón Chaves  Por José Ramón Chaves
TWITTER @kontencioso

Por la boca muere el pez, pero también puede perderse un litigio. O ganarse. Los abogados se ganan la vida por lo que saben, pero también por lo que dicen y por cómo lo dicen en los pleitos.

Y no siempre dejan la lengua suelta por razones de distinto pelaje.

Puede que hablar mucho o poco se deba al talante y personalidad del letrado. Hay personas silenciosas y personas de estrépito. Los hay que se encuentran cómodos con los escritos y otros prefieren los alegatos orales. Hay quienes son tribunos romanos que dominan el gesto, la voz y el discurso de forma teatral  y convincente y los hay que se esconden en el cuello de la camisa recortando intervenciones pero reservando una prodigiosa pluma para los escritos. Al final, aunque casi todos los abogados son una combinación de ambas habilidades, pues son expresivamente ambidextros, siempre hay una predilección o aptitud especial para una u otra técnica de comunicación. De hecho, muchas veces he oído decir a algunos abogados que son felices en las vistas orales de los órganos unipersonales al igual que otros confiesan serlo con el juego cruzado de los escritos. O quienes están cómodos con una u otra jurisdicción según el peso de la naturaleza oral o escrito del procedimiento mas común.

Hay ocasiones en que el mutismo lo dicta la ignorancia. La sorpresa del alegato de la contraparte, de la afirmación experta del perito, del testigo contundente o de la orden judicial, que dejan perplejo al abogado. No sabe qué contestar y entonces se impone el prudente silencio antes que la retirada deshonrosa. Se calla pero antes se refugia en frases esquivas y vacías: “Nada que alegar”; “nos ratificamos en lo dicho”;” nos reservamos nuestra posición”, etc. O incluso el silencio se disfraza de cortesía: “No añadiremos más, ni replicaremos para no aburrir a su señoría”.

Curiosamente, el silencio también puede marcarlo la propia sabiduría. En efecto, hay abogados que saben que no tienen que defenderse de motivos impugnatorios que no se han vertido en la demanda, ni esforzarse en probar extremos si no les incumbe la carga de la prueba, ni plantear incidentes jurídicamente procedentes pero que son inútiles en el camino hacia la victoria. Incluso hay abogados que saben callarse para dejar al contrario enredarse en sus propias incongruencias y tesis. Un caso especial es la posición de los letrados públicos en su posición de demandados en lo contencioso-administrativo y que frecuentemente se refugian en “oponerse en lo que contradiga o no coincida con el expediente administrativo” de manera que se callan y remiten a lo actuado, confiando en que el acto administrativo impugnado se sostenga gracias a lo hecho por los funcionarios en vía administrativa y esos valiosos aliados que son las presunciones de legalidad, ejecutividad o de certeza, tan manidos en el Derecho Administrativo para desequilibrar la balanza de la Justicia.

En otras ocasiones, el silencio y la economía procesal de palabras se deben a simples razones de elegancia o cortesía en estrados. Hay que cuidar las formas y respetar al contrario. Se está en un acto solemne de luchar por la verdad y la razón ante el Juez y otros compañeros que hacen lo propio. Hay que demostrarlo con parsimonia, sin apabullar, evitando rodeos y palabrería absurda o descalificaciones. En fin, cobra validez para los abogados el viejo consejo de John Wayne a los actores:  “Habla bajo, habla despacio y no digas demasiado”.

Pero lo que más explica el silencio o la contención de los letrados son razones estratégicas, similares al las que inspiran el arte de la pesca. Hay abogados que, como buenos pescadores, prefieren soltar carrete y dejar explayarse al contrario con sus alegatos, pruebas y conclusiones, para después asestar un tirón firme de caña y asestar el jaque mate. Otros prefieren la técnica de pesca con explosivo, lanzando alegatos a diestro y siniestro, esenciales y accesorios, pues creen que las victorias se consiguen con ruido y metralla.

Y ya que hablamos de pesca, los hay que bucean en la jurisprudencia y se ven obligados a exponer todos y cada uno de sus hallazgos, leyendo plúmbeas sentencias por la técnica del amontonamiento, mientras otros solo exponen ante el juez ese pez abisal luminoso que todos admiran y que marca la distinción.

La línea roja que no debe traspasar la lengua del letrado es el perjuicio a su cliente al que debe lealtad. Eso lleva a una reserva mental de lo que pueda perjudicarle y a mantener la boca cerrada, por si entran las avispas del atento contrario. A veces esa lealtad de defensa le lleva a negar hechos que se conocen, a esconder jurisprudencia o normas que van contra sus intereses o a desviar con su alegato el foco de atención de lo que le perjudica. Esa lealtad al cliente suele vencer todos los escrúpulos éticos en los campos civil, laboral y contencioso-administrativo, aunque el conflicto interno aflora con virulencia en los procesos penales cuando algunos penalistas conocen la culpabilidad de su cliente respecto de hechos horrendos, y el precio de su coherencia ética es renunciar discretamente a su defensa.

Curiosamente la fórmula estadounidense de leer los derechos al detenido advirtiéndole de que “todo lo que diga puede ser utilizado en contra suya ante un Tribunal” (acuñada desde el célebre caso Miranda, 1963) es algo que todo abogado de cualquier país civilizado debería tener presente para sí mismo al actuar ante los tribunales. En efecto, resulta muy importante reflexionar sobre lo que se dice o alega antes de ser prisionero de los excesos verbales, y sobre todo no olvidar que se puede perder un pleito según se alimenten los escritos o alegatos, tanto por hambre como por indigestión.

José Ramón Chaves 
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