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18 octubre 2022
Valoración en conciencia de la prueba
Por Rafael Guerra
La precisión del discurso propicia, entre otros efectos, la empatía de los destinatarios con el autor. La oscuridad, por el contrario, ocasiona malos entendidos y rechazo. Valga como ejemplo el sintagma que encabeza este artículo.
Cualquier lector lego en Derecho, al encontrarse con esa expresión o su variante “apreciación en conciencia de la prueba”, imaginará a los jueces recogidos en sus despachos casi en penumbra, con los ojos entornados, la cabeza inclinada, las palmas de las manos juntas a la altura del pecho, rebuscando entre sus valores morales los más idóneos para creer o no creer a los testigos, fiarse o no fiarse de los peritos, reconocer o no reconocer como verdaderos los documentos que se le presentaron en el juicio. Ese lector cándido pensará que los jueces deciden como quieren y que sólo responden ante su conciencia. Una forma de juzgar que no suele gustarle a la gente.
Pero los juristas saben que, con la locución referida, no se pretende decir lo que parece; que, en las decisiones de los jueces, no interviene o, mejor, no debe intervenir su conciencia; que los tribunales no resuelven, o no deben resolver, como les viene en gana.
La alusión a la conciencia del juzgador apareció en la Ley provisional de enjuiciamiento criminal de 1872 – artículo 653: “El Tribunal, apreciando según su conciencia, las pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por la acusación y la defensa, y lo manifestado por los mismos procesados, …” – y se mantiene en la ley homónima aparentemente perpetua de 1882 (artículos 282 bis.1, 741, 973). Con ella se quería, y se sigue queriendo, dar a entender que el órgano jurisdiccional debe decidir sobre el valor de la prueba, sin atenerse a reglas preestablecidas por la ley como se hacía antes. Pero no, decidir a su antojo, sino de conformidad con la ciencia y la lógica.
Existe, pues, una discrepancia entre lo que el legislador busca expresar y lo que el pueblo llano previsiblemente entiende. Conviene tener en cuenta que, en la comunicación ordinaria, el significado que vale es el captado por el receptor, por cuanto es el que determina su respuesta. Por eso, las leyes y las sentencias deberían redactarse siempre claras, para que las comprendan sin equívocos las gentes del común, en lugar de confusas, para que necesiten ser interpretadas por los encargados de aplicarlas y ejecutarlas.
El único motivo para seguir utilizando expresiones turbias como la de referencia, suele ser, creo, el estupendismo. El concepto técnico asociado a la locución “apreciar –o valorar, que tanto da– en conciencia las pruebas” puede verbalizarse de forma menos enigmática. Pero la presencia de la palabra “conciencia” le da mucho lustre y evoca asociaciones semánticas muy convincentes del tipo “el juez, al decidir en conciencia, lo hace a conciencia y con conciencia”.
Los redactores de las leyes y de las sentencias –vale también para los abogados que operan entre ellos–, serían más estimados si sacrificasen el deseo de lucimiento retórico, en favor de la precisión, de la claridad del texto. Conviene recordar también a este respecto que sentencias y leyes ambiguas y, por lo tanto, susceptibles de ser malentendidas, atentan contra la seguridad jurídica.
Si gozase de algún predicamento, invitaría a los juristas que se dirigen al común de los mortales, a que cuiden con esmero el rigor de los textos que producen, que los hagan cómodamente inteligibles. No es tarea fácil, si se quiere que la virtud retórica de la claridad sea excelsa. Debe ir acompañada de la sencillez y la brevedad. Y la gestión conjunta de las tres es algo complicado y trabajoso, al menos, para quienes no estamos tocados por el genio de la elocuencia. Los fracasos serán muchos. Lo sé por experiencia. Pero vale la pena perseverar en el esfuerzo de componer mensajes sencillos, breves y, sobre todo en el campo jurídico, claros.