25 octubre 2019

La comodidad de la ignorancia

Sara Segura Fuentes, abogada, miembro del Grupo Especializado en Derecho Ambiental y Animal del Colegio de Abogados de Granada

La legislación de un territorio refleja, por lo general, el conjunto de valores de una sociedad. Si bien es cierto que en ocasiones se impone una norma con el fin de que, con el tiempo, los sujetos la acojan y la interioricen, sucede con más frecuencia la operación inversa: que las normas y la forma de interpretarlas se adaptan a la sociedad que rigen, a su pensar y a la evolución moral de sus gentes.

Esta deseable dinámica conlleva que los bienes jurídicos a proteger por el legislador sean aquellos que la sociedad considera merecedores de esa protección. Muchos de éstos son compartidos por el conjunto de la humanidad, otros, sin embargo, adquieren relevancia en función de la mayor o menor sensibilidad de la población hacia determinados objetos o sujetos. Los animales, así como el medio ambiente, no son una excepción.

Si el lector está familiarizado con los derechos de los animales ya sabrá que no todos tienen los mismos, es decir, no todos los animales son iguales ante la ley. Podemos dividirlos a grandes rasgos en dos grupos: los animales domésticos, amansados o bajo control humano por un lado, y los animales salvajes, por otro. Según la categoría en la que se encuentren gozarán de una mayor o menor protección, y un trato inadecuado hacia ellos tendrá una u otra sanción. Así, el que maltratare a un animal doméstico, amansado o bajo control humano, incurrirá en un delito tipificado en el artículo 337 del Código Penal, y será castigado con una pena de prisión de tres meses y un día a un año, o de seis a dieciocho meses si causara su muerte. Excluyendo específicamente del ámbito de aplicación de la norma a los animales que viven en estado salvaje, cuya salvaguarda parece no requerir de tal tutela a ojos del legislador.

En este estado de cosas, llama la atención la posición que ocupan los animales destinados al consumo humano. Es una situación peculiar ya que a pesar de que su maltrato está tipificado en el código penal, al tratarse de animales bajo el control humano, la legislación específica en la materia asume que el propio proceso de matanza puede provocar dolor, angustia, miedo u otras formas de sufrimiento a los animales, incluso en las mejores condiciones técnicas disponibles. Ciertamente estos animales, integrados en su mayoría en el modelo de agricultura intensiva que predomina en la actualidad, padecen el hacinamiento y el estrés inherentes al propio sistema de producción, incluso en aquellas explotaciones que se ajustan a la normativa vigente en bienestar animal. En muchas ocasiones, esta situación los lleva a lesionarse a sí mismos o entre ellos, por ello y con carácter preventivo se les mutila, cercenando cuernos a terneros, colas a cerdos y picos a pollos.

Con el fin de protegerlos, el legislador establece un catálogo de mínimos que deben contemplarse durante el proceso de crianza y muerte del animal, para garantizar la satisfacción de sus necesidades básicas y minimizar su sufrimiento. Sin embargo el marco legislativo en torno a la materia es, cuanto menos, poco ambicioso, y ha sido tildado de insuficiente en muchos aspectos.

El filósofo Peter Singer, en su ensayo Liberación Animal, dividió las necesidades básicas de los seres sintientes en dos tipos: las objetivas y las subjetivas. Siguiendo esta distinción, el ser humano, por imperativo legal, está obligado a satisfacer únicamente las necesidades objetivas de los animales confinados: un mínimo espacio, comida, agua y cobijo. Sin embargo a éstos no les son reconocidas ni respetadas las necesidades subjetivas más básicas, que son para muchos seres humanos lo que diferencia la vida de la mera existencia, como la libertad deambulatoria, de libre desarrollo, de relación con nuestros iguales, etc. Esta carencia es una de las principales críticas de quienes abogan a favor de ampliar las exigencias de la norma y recuperar un modelo de ganadería más familiar o extensivo.

Otros detractores de la normativa vigente sostienen que no es más que papel mojado para vender una imagen de seguridad al consumidor intranquilo, acusando la falta de aplicación efectiva de la norma. El origen de este incumplimiento es diverso: puede surgir por ser ésta implementada o exigida únicamente en la medida que no incida significativamente en la producción; también, por el escaso interés en el control del cumplimiento de la misma, que permite la existencia de malas prácticas en la aplicación de la normativa de bienestar animal -véase el discreto escándalo generado entre Incarlopsa y la Junta de Castilla-La Mancha-. No en vano, la industria cárnica es el cuarto sector industrial que aporta más beneficio al Estado Español.

La conclusión inevitable es que el ser humano interactúa con los “animales no humanos” desde una posición de superioridad, que no de igualdad. Y no, no me refiero a un concepto de igualdad en sentido estricto puesto que no compartimos rasgos identitarios, si no al reconocimiento de un conjunto de cualidades y capacidades del ser, como espécimen que vive, siente, se relaciona, sufre y teme el sufrimiento. Esta forma de discriminación, denominada especismo, lejos de impulsarnos a adoptar un papel tuitivo respecto a los animales, nos lleva a cosificarlos y a anteponer nuestras necesidades y deseos a sus derechos más básicos.

Y es que reconocemos unos u otros derechos al resto de seres vivos con los que interactuamos, en función de cómo nosotros elegimos relacionarnos con su especie, y no por su mera existencia o la propia capacidad de ser y sentir que les es inherente. Ello nos empuja a una configuración antropocéntrica de la legislación que los rodea, donde a veces la relevancia y el valor de la dignidad del animal como ser sintiente decae como bien jurídico protegido.

Decae en favor de la especial sensibilidad del hombre hacia ellos, como sucede con los animales de compañía; decae en favor de los sentimientos religiosos, como ocurre con los rituales de sacrificio kosher o halal, que requieren el degüello del animal sin previo aturdimiento y que se permiten en el Estado Español; decae en favor del consumidor, que demanda ingentes cantidades de carne como alimento, piel como vestimenta, y subyugación como entretenimiento.

La propia normativa europea, cuando habla de la protección de los animales en el momento de su sacrificio o matanza, hace referencia a cómo afecta ésta a la actitud de los consumidores frente a los productos agrícolas, la repercusión en la calidad de la carne o su influencia en el correcto funcionamiento del mercado y la competencia.

Toda esta construcción alrededor del animal como sujeto de derecho y objeto de protección jurídica, pretende ser, como se exponía al principio, reflejo del talante de una sociedad de la que formamos parte, y debe avenirse a su sistema de valores. Pero no es un tema exento de polémica. Informarnos, reflexionar, desarrollar una opinión y adquirir un posicionamiento consciente es lo que nos permite participar de un debate capaz de generar cambios en nuestro entorno. Como individuos podemos rechazar esta discriminación y categorización que lleva a cabo el hombre, o comulgar con ella, pero ¿Nos lo llegamos a preguntar realmente?

[1]

Aproximadamente 4 de cada 10 hogares de España tiene un animal de compañía -datos del AMVAC 2015-, y es indiscutible que el ser humano tiene una relación especial de cariño y protección hacia ellos, sobretodo para con perros y gatos. Ese sentimiento, por algún motivo, no suele hacerse extensivo, o no se procesa de igual manera hacia vacas, cerdos, ovejas o pollos., de los cuales se sacrifican en España más de 1.700 ejemplares por minuto, para su consumo. La mayor parte de nosotros no le otorgamos a este hecho mayor relevancia, o nos sorprende al conocerlo, pero tampoco nos detenemos en él. Sin embargo, si concediéramos a estos animales la misma capacidad de sentir y de sufrir, la misma bondad intrínseca que vemos en otros animales, ¿Podríamos permitirlo?

Si intentamos hallar una respuesta a esta pregunta, justificando lo que parece una incongruencia o una doble moral, podemos encontrar múltiples explicaciones. Por ejemplo, la desnaturalización de nuestro entorno: no convivimos con ellos, no aprendemos a quererlos o a “humanizarlos”, como sí sucede con los animales de compañía. Puede ser que no nos permitamos a nosotros mismos contemplarlos como individuos, otorgándoles personalidad o sentimientos, sino que en nuestro inconsciente forman parte de un conjunto homogéneo de “animales de granja”, o simplemente, de “carne”. Tal vez, cuando pensamos en ellos, los imaginemos en campos abiertos, libres y emparejados, felices hasta el momento de llegar a nuestra mesa, en lugar de aterrorizados, desfallecidos y hacinados, nacidos y criados con la única finalidad de servir de alimento. O puede ser, que veamos una hamburguesa sobre el plato y ni siquiera la asociemos a la muerte del ser vivo que una vez fue.

¿Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas? En su libro del mismo título, Melanie Joy aglutina este conjunto de asociaciones mentales, o disociaciones mejor dicho, en el concepto de disonancia cognitiva[2]. Una suerte de mecanismo de autoprotección que nos permite desvincular ambas realidades: la del animal que sufre, y la de la carne en nuestra sartén.

La disonancia cognitiva se presenta cuando entra en conflicto lo que uno piensa, cree o siente con lo que hace, y esa contradicción genera tensión interna. Ante ella, tratar de justificar nuestros actos nos puede llevar a caer en el autoengaño, ya que nos proporciona a nosotros mismos una explicación que nos facilita el seguir actuando de una manera que no termina de encajar con nuestros valores. Sin embargo, ser conscientes de esa desarmonía nos permite optar por modificar nuestra actitud para adecuarla a nuestros valores y creencias, o reestructurar éstos para adecuarlos a nuestra actitud. Para ello es necesario, ante todo, detectar esa incomodidad y en lugar de ignorarla, tomar consciencia de ella.

Sabedores de que ahí está la clave para la erradicación o mejora de los sistemas de producción de alimentos de origen animal, no son pocas las asociaciones y activistas que en los últimos años han tratado de exponer al público los horrores de la industria cárnica. No sin dificultad, dado el hermetismo y la opacidad que en muchas ocasiones la acompaña. Fotógrafos como Aitor Garmendia[3], periodistas como Jordi Évole[4], ONG’s como Equalia[5] u organizaciones internacionales como Igualdad Animal[6], entre otras muchas, han puesto a disposición del ciudadano gran cantidad de material que revela algunas de las atrocidades que ocurren al amparo del sistema de producción y explotación animal actual, con el fin de reavivar debates y crear una mayor conciencia social, ya sea para abolir esta práctica, para promover una legislación más estricta y punitiva o, cuanto menos, para pugnar por la efectiva aplicación de la vigente. Las imágenes que nos muestran revuelven estómagos y hieren sensibilidades.

Lo cierto es que a nuestro alcance tenemos información más que suficiente para salir del plácido desconocimiento en que pastamos. Algunos, preferimos no saber para no arriesgar el vernos forzados a actuar de forma distinta. Otros, sabemos y sentimos en ocasiones esa intranquilidad punzante que algunos denominan disonancia cognitiva, pero aprendemos a ignorarla. Sin embargo la trascendencia y magnitud del problema, y del bien jurídico en juego que no es otro que la dignidad de los seres sintientes, impone la necesidad de tomar conciencia, de hacernos preguntas incómodas y de revaluar nuestra posición -o adquirirla- respecto a este sistema de producción de seres vivos para el alimento, en cuya cúspide se ha erigido el ser humano. Respecto a las prácticas “inhumanas” de una industria de la que todos los consumidores somos cómplices. Todos y cada uno de nosotros. También tú.

 

 

 

 

 

 

 


[1]https://youtu.be/sqIi4Opar4o

[2] Concepto acuñado en 1957 por Leon Festinger.

[3] Creador del proyecto Tras los Muros, donde se investigaron más de 80 mataderos del territorio español.

[4] En su reportaje Salvados: Stranger Pigs denunció las pésimas condiciones en que se hallaban los animales de la Granja Hermanos Carrasco, en Murcia.

[5] En menos de un año en activo ha denunciado a dos mataderos por malas prácticas, El Barranco en Ávila y el de Riaza, en Segovia, como parte de una campaña de recogida de firmas para la implantación obligatoria de cámaras de seguridad en los mataderos de toda España.

[6] Llevó a cabo una investigación sobre las condiciones de vida de los animales en la indústria,  que incluía 172 granjas de cerdos distribuidas por todo el territorio español.

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