17 mayo 2022

Luces y sombras de las redes sociales: ¿nos vuelven superficiales?

Por Jordi Estalella
TWITTER @jordiestalella

En el momento en que escribo estas líneas, Twitter es noticia por partida doble. Primero, por la extraordinaria cifra que Elon Musk ha ofrecido para adquirir esta red social (44.000 millones de dólares). Y, segundo, porque el millonario sudafricano ha suspendido la compra hasta corroborar que las cuentas falsas y bots no superan el 5% del total. Aceptando este porcentaje, y que el número de usuarios del pajarito azul se sitúa en torno a los 216 millones, estaríamos hablando de más de 10 millones de perfiles falsos o inexistentes.

Desde cualquier punto de vista, ese dato es pavoroso (supone, por ejemplo, casi la cuarta parte de la población española o toda la de Grecia) y refleja la podredumbre que está asolando Twitter en particular y las redes sociales en general.

Las redes sociales nacieron con el propósito de crear espacios donde las personas alejadas geográficamente pudieran interactuar y expresar sus ideas con libertad. Llegamos a calificarlas como el “ágora moderna”, aludiendo así a las plazas en las que los ciudadanos atenienses de la Antigua Grecia participaban de la democracia directa. Sin duda un propósito noble, aunque la evolución de las redes sociales ha transcurrido por unos derroteros algo distintos.

Twitter, LinkedIn o Facebook, por citar algunas de las redes sociales más populares, poseen ventajas estimables para los juristas. Aplicando los filtros adecuados constituyen fuentes de información rápida, permiten acceder y establecer relaciones con personas a las que hubiera sido muy difícil o imposible aproximarse en el mundo físico y agrietan la disonancia cognitiva al enfrentarnos a opiniones contrarias a nuestros pensamientos. Pero junto con estas ventajas indiscutibles, las citadas redes están fomentando conductas pueriles, fatuas y superficiales que se extienden como una mancha de aceite y están convirtiendo esos espacios en lugares indeseables.

A la vista de la dirección que está tomando las comunidades digitales, no sorprende que Nicholas Carr optase por publicar Superficiales (Taurus, 2017), un libro cuyo subtítulo ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? deja entrever la tesis que desarrolla en su interior. El autor demuestra con profusión de evidencias que internet y sus derivados como las redes sociales están provocando un déficit de atención que impide el pensamiento sosegado, lineal y profundo de los temas. Carr va aún más lejos y sostiene que nuestro cerebro está modificando su cableado neuronal para adaptarse a una atención interrumpida, deshilvanada y superficial. En otras palabras, estamos perdiendo capacidad de análisis.

De la misma opinión es el neurocientífico francés Michel Desmurget, quien proclama sin ambages que internet y las pantallas han reducido el lenguaje, la memorización y la inteligencia de la generación digital respecto a las anteriores generaciones analógicas. Su libro La fábrica de cretinos digitales (Península, 2019) contiene multitud de referencias que ahondan en esta realidad.

Quizás esa influencia nociva que ejerce el medio sobre el mensaje (“El medio es el mensaje” afirmaba Marshall McLuhan) explique por qué abogados inteligentes desbarran en las redes sociales, emiten opiniones insustanciales o comparten experiencias comunes exageradas deliberadamente con tintes sentimentaloides.

El catálogo de muestras es amplio. Están los que exhiben los huevos de codorniz de su restaurante favorito, el vestido de la última comunión de su hija, el irisado reflejo de su cuerpo en la arena mojada, la idílica puesta de sol desde una terraza o la medalla de su penúltima carrera municipal. Hay quien se envanece mostrando una foto del correo electrónico o WhatsApp que le ha enviado un cliente, la carta de una alumna agradecida, la última resolución judicial favorable o los primeros párrafos de la demanda que prepara. No faltan tampoco los que comparten escenas costumbristas: la típica “gente trabajando en el despacho”, “cenando con amigos” o “disfrutando de un fin de semana en la nieve”.

El elenco de conductas abarca también los oráculos de las disciplinas forenses; ninguna se libra y los guardianes de la fe del derecho penal, mercantil, laboral, fiscal o matrimonial nos guían por los arcanos de la ciencia jurídica. Letrados, profesores, fiscales y jueces conforman este Olimpo, aunque entre estos últimos hay quienes prefieren bajar a la tierra y hablar de las fruslerías en sus juzgados, jactarse de las horas que dedican a sus obligaciones o emitir críticas aceradas parapetados en el anonimato.

¿Qué causas impulsan esos comportamientos en redes sociales? ¿Por qué compartimos tantas opiniones, experiencias y momentos frívolos?  Si realmente estamos gozando de momentos especiales, ¿por qué interrumpimos el regocijo para tomar la fotografía, editarla y publicarla? ¿A qué se debe que adoptemos posturas arrogantes sobre temas que conocemos y, de manera destacada, sobre los que sabemos muy poco?

Una posible respuesta reside en los cambios en la estructura cerebral a los que aludimos antes, aunque la inclinación del ser humano a sociabilizar ofrece una explicación convincente y sencilla a esos interrogantes. Aun así, ¿esta necesidad de comunicarnos justifica los niveles de puerilidad, petulancia y superficialidad que contemplamos en las redes sociales? En mi opinión, el elemento fundamental no radica tanto en la comunicación como en la necesidad de ser reconocido, de afirmar nuestra existencia a través de la aprobación de los demás.

La necesidad de reconocimiento hunde sus raíces en una motivación profunda de las personas y es bien conocida por los psicólogos sociales que asesoran a las grandes tecnológicas propietarias de las redes sociales. De hecho, sentir la aprobación de nuestros congéneres posee un alto componente adictivo que dichas empresas aprovechan para mantenernos más tiempo delante de las pantallas, fin que consiguen gracias a los “Like”, Comentarios y otros botones dispuestos celosamente en cada una de las redes sociales.

Cada vez que alguien reconoce una de nuestras publicaciones mediante esos botones, o aumenta el contador de seguidores, el organismo genera un torrente de dopamina que activa los núcleos de placer del cerebro. A fuerza de repetir la conducta, el cerebro busca obtener recompensas con mayor frecuencia vinculando el placer con la obtención de más reconocimientos, es decir, más likes y seguidores. Por lo tanto, buena parte de nuestros comportamientos en redes sociales se producen como consecuencia de un mecanismo fomentado y querido por los artífices de esas redes.

Pero no todo son sombras. Algunos de los pioneros de las redes sociales, tras observar los efectos dañinos que estaba causando aquello que habían ayudado a construir, abandonaron sus cargos en las tecnológicas y se dedican a promover activamente el uso limitado de las redes e incluso su desconexión total.

¿Es necesario llegar al extremo de abandonar las redes sociales? Seguramente no y baste con hace un uso comedido de ellas. Pero cada uno debe juzgar cuál es el mejor camino.

Jordi Estalella
Socio de la consultora de Transformación Digital AlterWork
TWITTER: @jordiestalella

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