15 junio 2015

Nada que ocultar, la gran falacia

“La transparencia es para quienes tienen obligaciones públicas y ejercen el poder público. La privacidad es para todos los demás”. Glenn Greenwald [1]

foto marialoza
Ilustración: Vicente Galbete Ciáurriz ©

Cada vez más personas recurren al argumento de “no tengo nada que esconder [2]” para justificar la tolerancia de la invasión en su privacidad, muchas veces en aras de un bien mayor o que consideran más digno de protección, como podría ser la detección de pornografía infantil o prevención del terrorismo. De hecho, este argumento es frecuentemente utilizado en materia de seguridad del Estado para justificar la intromisión por parte de los gobiernos en la intimidad de los ciudadanos, en pro de la seguridad nacional.

En múltiples ocasiones hemos escuchado cómo determinadas personas ven justificado este tipo de intromisión, alegando que no tienen nada que esconder o que no han cometido ningún delito, por lo que no encuentran afectada su intimidad por este tipo de violaciones.  Está “justificado”.  A continuación veremos cómo este razonamiento carece de toda fundamentación por partir de una premisa errónea.

El no-tengo-nada-que-esconder es una falacia en sí misma, ya que siguiendo dicho argumento, la privacidad únicamente debería existir para aquellas personas que sí tengan algo que esconder (asumiremos, algo negativo que ocultar), lo cual obviamente es un contrasentido, que llevado al extremo significaría que la privacidad es una cuestión que importa únicamente a “malas personas”.

Es decir, el error argumentativo radica en que el no-tengo-nada-que-esconder no puede equivaler a no necesito privacidad o puedo prescindir de ella, pues el derecho a la intimidad no puede depender en ningún modo de su concreto contenido, ya que supone una garantía per se para el libre desarrollo de la personalidad.

El bien jurídico protegido por el derecho a la intimidad, como derecho de la personalidad, busca garantizar la libertad del individuo para que pueda desarrollar libremente su personalidad y, por tanto, otros derechos.

El derecho a la intimidad tiene una vertiente negativa, en el sentido de impedir a terceros conocer el contenido o detalles de la esfera más personal del individuo,  simplemente por ser íntimo y por tanto con independencia de su contenido, pues lo que se protege es el derecho de la persona a desenvolverse libremente.

En cuanto al ámbito de reserva de la vida privada que otorga el derecho a la intimidad, la STC 134/1999 [3], recogiendo anterior Jurisprudencia Constitucional, resume que “El art. 18.1 C.E. no garantiza una “intimidad” determinada, sino el derecho a poseerla, a tener vida privada, disponiendo de un poder de control sobre la publicidad de la información relativa a la persona y su familia, con independencia del contenido de aquello que se desea mantener al abrigo del conocimiento público. Lo que el art. 18.1 garantiza es un derecho al secreto, a ser desconocido, a que los demás no sepan qué somos o lo que hacemos, vedando que terceros, sean particulares o poderes públicos, decidan cuáles sean los lindes de nuestra vida privada, pudiendo cada persona reservarse un espacio resguardado de la curiosidad ajena, sea cuál sea lo contenido en ese espacio. Del precepto constitucional se deduce que el derecho a la intimidad garantiza al individuo un poder jurídico sobre la información relativa a su persona o a la de su familia, pudiendo imponer a terceros su voluntad de no dar a conocer dicha información o prohibiendo su difusión no consentida, lo que ha de encontrar sus límites, como es obvio, en los restantes derechos fundamentales y bienes jurídicos constitucionalmente protegidos”.

Bien es cierto que, el derecho a la intimidad se configura tradicionalmente como un derecho subjetivo de defensa o de libertad negativa, mediante el que las personas podemos decidir qué parcelas de nuestra esfera más intima revelamos a terceros y cuáles nos reservamos para nosotros mismos, pero no resulta menos cierto que como derecho fundamental, conlleva deberes positivos para el Estado, tendentes a asegurar la efectividad de tales derechos y de los valores que representan, tal y como ha manifestado nuestro TC [4], por lo que existe una esfera de protección positiva que vincula a los poderes públicos en sus actuaciones.

Es precisamente por ello que resulta irrelevante la mayor o menor gravedad de los datos íntimos revelados, el grado de repercusión social, o incluso su veracidad misma, pues basta con la mera revelación de un dato o hecho perteneciente o supuestamente relativo a la intimidad de una persona, para que la protección constitucional se despliegue.

Llegados a este punto, queda claro que sin intimidad no cabe el libre desarrollo de la personalidad, lo cual menoscaba gravemente la dignidad de la persona. Partiendo de la base de que el derecho a la intimidad no es un derecho absoluto y que en caso de colisión con otros derechos fundamentales habrá de realizarse el correspondiente análisis de los intereses concretos puestos en juego, en términos generales podemos decir que, ni el más noble de los fines puede justificar la intromisión, sin las debidas garantías constitucionales, en la vida privada de una persona, pues estaríamos menoscabando nada más y nada menos que la libertad de las personas, lo que equivaldría a asumir una desaparición del derecho a la intimidad.

Por eso, en un momento en el que los Ordenamientos Jurídicos van evolucionando para proteger nuestro poder de disposición de toda nueva forma de ataque que pueda surgir fruto de la evolución tecnológica, ya no sobre nuestra esfera más íntima (derecho fundamental a la intimidad), sino sobre datos relativos a nuestra persona que no tienen por qué ser íntimos (derecho fundamental a la protección de datos),  resulta especialmente grave escuchar a personas esgrimir el no-tengo-nada-que-esconder, porque la esencia de todo ser humano radica en la existencia de un núcleo íntimo, reservado, sea éste cual sea, que proporciona la libertad para ser, la libertad para pensar, libertad en definitiva, con la garantía de saber que somos los únicos dueños de nuestra esencia.

Sin querer resultar catastrofista, asumir y tolerar voluntariamente injerencias en nuestra vida privada, bien por parte del sector público o privado, justificándolas simplemente en el no-tengo-nada-que-esconder, además de resultar innecesario, solamente puede conducirnos a una sociedad panóptica, donde el control predomine sobre la libertad. Sobretodo si tenemos en cuenta que estamos inmersos en la era del big data, aunque quizá no seamos conscientes del todo, pues ¿realmente sabemos la información personal que está siendo recogida, por quién, y para qué fines? O ¿realmente es indiferente pues, no tengo nada que ocultar?.

Tal y como afirma Glenn Greenwald [5] en su libro Snowden, sin un lugar donde esconderse, “la indiferencia, o incluso el respaldo, de quienes se consideran al margen del abuso del poder estatal permiten invariablemente que éste vaya más allá de su aplicación original hasta que sea imposible controlarlo; lo que resultará inevitable”.

Es por ello que debemos valorar debidamente y defender nuestra privacidad, sin asumir concesiones innecesarias, pues en última instancia, es lo que nos hace completamente libres y ser las personas que queramos ser, no las que nos induzcan a ser, consciente o inconscientemente.

María Loza Corera

@Mlozac

Responsable Jurídico PRODAT Cataluña

 


[1] GREENWALD, G., Snowden sin un lugar donde esconderse, 2014, Ediciones B S.A., p 258

[2] recomiendo la lectura del artículo ‘I’ve Got Nothing to Hide’ and Other Misunderstandings of Privacy, de DANIEL J. SOLOVE, San Diego Law Review, Vol. 44, p. 745, 2007, GWU Law School Public Law Research Paper No. 289, donde desarrolla ampliamente esta idea.

[3] STC 134/1999 de 15 de Julio de 1999, FJ 5º  y 6º  http://hj.tribunalconstitucional.es/HJ/es/Resolucion/Show/3876

[4] STC 53/1985, de 11 de abril de 1985, FJ 4º http://hj.tribunalconstitucional.es/HJ/es/Resolucion/Show/433

[5] GREENWALD, G., Snowden sin un lugar donde esconderse, 2014, Ediciones B S.A., p 248

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