19 septiembre 2024

“La lucha contra el relato: desafío del derecho penitenciario”

Por Julián Ignacio Cazorla Montoya, miembro de la Subcomisión de Derecho Penitenciario de la Abogacía Española. 

Lo siento. No puedo evitarlo. Tras veintiséis largos años de ejercicio, al referirme al derecho penal y especialmente al derecho penitenciario, siempre caigo en la desesperanza y el desaliento.

A finales de julio tuve la oportunidad de leer un acertado y oportuno artículo de opinión titulado “Tenemos que Hablar”, publicado en la revista del Colegio de la Abogacía de Almería, “Sala de Togas”, escrito por el Letrado Abel Josué Berbel, cuya lectura recomiendo.

Empezaba su ensayo el compañero Berbel evocando la lectura de “El Conocimiento Inútil” (Editorial Página Indómita, 2022) de Jean François Revel, quien sostiene que pese a que vivimos en plena era de la información, la primera de todas las fuerzas que gobiernan el mundo es la mentira.

En esta línea, Berbel afirma que: “ (…) Resulta bastante misterioso el hecho de que , aun cuando ansiamos la verdad, la primera reacción cuando finalmente damos con ella sea el recelo y la hostilidad, quizá porque su ámbito pertenece a un yo interno que se va degradando y traicionando en el diálogo con la sociedad, pues en comunidad empieza a fraguarse lo falso, y aunque el tópico es que “dato mata relato”, resulta frecuente oponerse a una verdad pero imposible resistirse a un relato (…)”.

Y eso precisamente nos mató, el relato. Un relato fraguado en casposos platós, moldeado por profesionales opinadores de todo y conocedores de nada, y pulido por coincidentes de profesión que a ello se prestan, y sobre todo auspiciado por colectivos con amplio poder político e influencia mediática, defensores de las causas más justas, y que sin miedo alguno a sacrificar a cuento chivo expiatorio se les presente, terminan por tornarlas en las más injustas.

Los muros de los palacios que a la justicia albergan, son porosos, y mucho me temo que estos relatos allí rezuman. Solo así se explica el esquizofrénico desarrollo jurisprudencial entorno a la suficiencia de la declaración de la víctima como prueba de cargo autosuficiente para enervar el principio de presunción de inocencia,  a tenor del cual dicho testimonio es totalmente válido y aceptado a tales fines enervadores pese a que a lo largo de proceso haya sufrido numerosas mutaciones y le hayan sido añadidas sucesivas situaciones a modo de capas de maquillaje, trufadas de contradicciones y notas más cercanas a lo onírico que a lo realmente acontecido, resultando inútil cuantos esfuerzos sean acometidos por los/as defensores/as.

Mucho me temo que en el enjuiciamiento de determinados tipos delictivos, en los que el sagrado derecho a la presunción de inocencia entre en manifiesto conflicto de intereses con las referidas causas más justas, el acusado y el letrado/a defensor/a nada pueden hacer, por mucho que propongan y sean practicadas numerosas pruebas y diligencias exculpatorias, y es que gobernando gracias a su alcance mediático la mentira, el dictado de una sentencia absolutoria podría ensuciar irremediablemente y para siempre una prometedora y  políticamente intachable carrera profesional con vocación de ascender a lo más alto del escalafón.

Los/as abogados/as de toga y estudio, mucho me temo que todo lo tenemos perdido ante el relato imperante, y que a fin de cuentas queda subsumido en más derecho penal, más prisión, más largas condenas.

En este punto no tengo más remedio que recordar un brillante artículo publicado en el mismo blog al cual va dirigido el presente, el 10 de diciembre de 2019, del compañero Juan Domingo Valderrama, titulado “Inocentes tras las Rejas”.

Después de más de cuatro años de su publicación, y tras numerosas y reiteradas lecturas no puedo evitar evocar el párrafo final con el que concluye: “Hace ya unos años, le pregunté a un inocente que previamente estuvo ingresado trece años en prisión por unos hechos en los que no participó (declarado así posteriormente por una sentencia judicial que revisaba la anterior condenatoria), cuál fue la razón para asumir por escrito, tal como en su expediente penitenciario podía leerse, que había cometido las dos violaciones a las que injustamente fue condenado. Su respuesta fue la propia de una persona sencilla, honesta y en paz consigo mismo: “lo hice porque ya no podía soportar más seguir siendo inocente entre rejas”. Ricardi, que es como se llamaba este buen hombre, murió sin que quienes le condenaron tuvieran la elegancia de hacerle llegar su pesar por el “error” cometido. Ellos sí pueden soportar su equivocación, al parecer”.

Tras esas palabras se esconde la difícil dicotomía a la que nos enfrentamos al aconsejar a un inocente de prisión un reconocimiento sobre la autoría de un delito que no ha cometido, para facilitar la conclusión con éxito de un determinado programa de tratamiento que pueda abrirle las puertas a una ansiada progresión de grado, lo cual bien podría llegar a ser interpretado como una aceptación del relato por nuestra parte y nuestra hipotética y ominosa conversión en cómplices, si bien realmente no es así.

Hace unos años, en Almería, con ocasión del execrable asesinato de un niño, fue designado por el turno de oficio para la defensa de la en principio investigada y más tarde condenada, un bien compañero quien se vio sometido a lo largo de todo el proceso a todo tipo de insultos y amenazas en redes, telefónicamente, por la calle…., todo lo cual no le impidió acometer con la máxima profesionalidad el difícil encargo profesional encomendado.

Por nuestra parte, los/as profesionales que tocamos el derecho penitenciario bien de manera particular, bien desde asociaciones, o desde los servicios de orientación jurídico penitenciaria, estamos más que acostumbrados/as a lidiar con la incomprensión de buena parte de la ciudadanía e incluso de determinadas instituciones.

En definitiva, nosotros/as, los/as abogados/as, ni hemos aceptado el relato y ni muchos actuamos con recelo y hostilidad ante la verdad, y frente a una situación que en términos generales resulta desfavorable a nuestros defendidos/as, los/as privadas/os de libertad, y a pesar del desanimo en el que algunos podamos a veces incurrir, seguimos en la brecha.

No tiraremos la toalla.

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