29 marzo 2019

Derecho a un planeta mejor

De seguir así las cosas, el planeta camina hacia su autodestrucción. No es un augurio catastrofista ni una profecía apocalíptica revelada en una pesadilla, porque no hablo de sueños, sino de una realidad bien tangible. La percibimos en nuestro día a día, en las ciudades, en los campos, en los ríos y mares, al mirar al cielo y ver que no llueve mientras imprevisibles diluvios se tragan lejanos rincones del mundo. Sentimos que la naturaleza sufre, que los océanos lloran, que el aire se envenena, que los suelos se empobrecen y que la vida natural es un binomio cada vez más difícil de conjugar.

Y no será porque no se nos ha avisado. La ONU dio por primera vez importancia al problema hace casi 50 años, con la Declaración de Estocolmo sobre el Ambiente Humano de 1972. Ese mismo año, Europa lo anclaba también en su agenda política con la Declaración de París, donde reconocía que “la expansión económica no es un fin en sí” y que debía prestarse “una particular atención a los valores y bienes intangibles y a la protección del medio ambiente, al objeto de poner el progreso al servicio del hombre”.

Hermosos deseos de haberse cumplido. Por desgracia, cinco décadas después, con sus conferencias, cumbres y convenciones marco a cuestas, las señales de alarma se han multiplicado hasta el inquietante punto que acaba de radiografiar la ONU sobre el estado de salud de la Tierra, consecuencia de un modelo de desarrollo insostenible, injusto e insolidario. Los negacionismos, tan de moda en tiempos de crisis, solo se combaten con datos y hechos, y estos son los que son con su dolorosa crudeza. Según el reciente informe Perspectivas del medio ambiente mundial de Naciones Unidas, la temperatura media de la superficie mundial ha aumentado, la contaminación del aire ocasiona entre 6-7 millones de muertes prematuras al año, la tala ilegal y el comercio ilícito de especies silvestres mueve entre 80.000-240.000 millones de euros al año, el 75% de la basura marina es plástico, el 40% de los humedales del planeta han desaparecido, el 33% de la comida se pierde o se desperdicia, y en 2050 unos 4.000 millones de personas vivirán en tierras desertificadas.

Otros estudios, como el que acaba de publicar el European Heart Journal, elevan el número de muertes prematuras por contaminación en todo el mundo hasta los 8,8 millones (790.000 en Europa), haciendo de la polución un agente mucho más letal que el tabaco. Y tampoco es casualidad que uno de los dos premios Nobel de Economía en 2018, William D. Nordhaus, lo haya sido por incorporar el cambio climático en el análisis económico con modelos que integran la relación coste-beneficio de reducir las emisiones contaminantes.

Nuestro país sufre también las consecuencias de este drama ambiental. La Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) acaba de testar, con datos del proyecto Open Data Climático, que los veranos en España son ahora cinco semanas más largos que en los años ochenta o que la superficie con clima semiárido ha aumentado en 32.000 km2 en los últimos 30 años. Mientras tanto, como apunta SEO/BirdLife, los gorriones desaparecen de nuestras ciudades, nada menos que 30 millones en sólo una década. ¿Los pájaros anuncian la mañana?, se preguntaba Eduardo Galeano. A este paso me temo que no.

Cuando la Tierra se asoma peligrosamente al abismo y los científicos se desgañitan avisándonos de lo evidente, los jóvenes se echan a la calle para decirnos a los mayores que ya está bien, que dejemos de ponernos de perfil y que actuemos de una vez por todas porque, a este ritmo, el mundo que les vamos a dejar es un gigantesco estercolero sumido en la desigualdad y en los  desequilibrios. Y tienen razón.

La humanidad no puede condenarse a sí misma desde la pasividad, porque no hablamos de problemas que se resuelven solos, sino que nos obligan a todos a hacer algo, a los gobiernos, a las empresas y a la sociedad, también a las personas en su esfera individual y privada, y por supuesto a las instituciones. Así lo hemos entendido desde el Consejo General de la Abogacía Española, volcándonos con la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Por eso los incorporamos al Plan Estratégico Abogacía 2020. Por eso organizamos la primera Jornada sobre una Abogacía para la Agenda 2030 y los ODS. Y por eso, como acabamos de hacer hoy, nos hemos adherido al Pacto Mundial de Naciones Unidas (Global Compact), sumándonos a la mayor iniciativa voluntaria de responsabilidad social empresarial a nivel mundial.

La Abogacía está allí donde más y mejor puede contribuir con su compromiso y acción. Lo hacemos trabajando por la promoción de la igualdad de género (ODS 5), al impulsar, por primera vez, una Comisión de Igualdad, un Plan de Igualdad o una Guía sobre enfoque de género en la actuación letrada. Lo hacemos promoviendo sociedades pacíficas e inclusivas y una Justicia accesible (ODS 16), al sostener uno de los mejores y más completos sistemas de asistencia jurídica gratuita del mundo gracias a una abogacía del Turno de Oficio ejemplar, vocacional y generosa. Y como podemos hacer más vamos a hacer más, situando la sostenibilidad y el Derecho al Medio Ambiente (p.ej. ODS 13) en el epicentro de nuestra actividad. Nos ocuparemos de ello en mayo, entre los muchos asuntos que se tratarán en el XII Congreso Nacional de la Abogacía que celebraremos en Valladolid, y este mismo año será, además, el eje central de nuestro Congreso de Derechos Humanos y de la Conferencia Anual de la Abogacía.

No hay nada más injusto que la indiferencia y si en algo es especialista la Abogacía es en combatir las injusticias. Nuestro planeta, nuestra ciencia y nuestra juventud exigen corresponsabilidad a la comunidad política e institucional, y por compromiso la Abogacía Española está implicada en este desafío que nos atañe a todos. Hablamos del derecho a un mundo mejor y en su defensa, como en la de todos los derechos, vamos a estar siempre.

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