14 diciembre 2018

#STOPODIO, nos jugamos mucho

Arrancaba esta semana con la celebración del 70 Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y al calor de este recuerdo la Abogacía volvía a convocar, un año más, su Congreso de Derechos Humanos, que ya va por su quinta edición, y celebraba además su Conferencia Anual, donde se entregaron los Premios Derechos Humanos 2018 que concede el Consejo General de la Abogacía Española. En ambas citas el protagonismo lo acapararon los delitos de odio y todo cuanto tiene que ver con su prevención.

Un asunto que no podía ser más oportuno y actual. Los delitos de odio, y todo lo que rodea a su complejo ecosistema, están en la agenda pública de las preocupaciones. Inquieta a la sociedad. Emplaza a la doctrina. Agita a la política. Convoca a las instituciones. Es un debate que está ahora mismo a flor de piel, que interesa, que nos atañe a todos. Tanto que incluso forma parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible planteados por Naciones Unidas en el terreno de la lucha contra la intolerancia y la exclusión, llámese garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad; lograr la igualdad de género (igualdad real, me refiero); erradicar la pobreza y estimular el crecimiento sostenible; o llámese, también, promover sociedades justas y pacíficas, que buena falta hace.

Cuando esto es así será por algo. Y frente a los problemas, lo último que debe hacerse es ignorarlos, fingir que no existen o banalizarlos, porque ya sabemos cuáles son los riesgos de banalizar los males.

Hablar de delitos de odio es hacerlo de un enorme caleidoscopio de perspectivas, de dilemas jurídicos, de derechos en conflicto, de leyes y tipos penales, de tecnología; también de Europa, de activismo social, de comunicación, de cultura o de educación; y por supuesto es hacerlo de víctimas, porque como leemos a Melville en Moby Dick, “el odio es sufrimiento”.

Sufren las víctimas, sufre la sociedad y sufre la democracia y el Estado de Derecho que la sostiene, con el riesgo de erosión de sus principios y valores que ese sufrimiento conlleva. Lo saben bien los enemigos de las democracias, vengan del flanco que vengan. Alimentar el discurso del odio forma parte de su estrategia de demolición. Y por eso es crucial que estemos alerta, que no nos mantengamos al margen y que contrarrestemos ese desafío con discursos firmes, con argumentos sólidos y con respuestas inteligentes, que es lo que se espera de un sistema de derechos y libertades.

Esto es, justamente, lo que propone y en lo que está la Abogacía Española con toda la fuerza de su compromiso y legitimidad. Alertamos de los riesgos organizando un Congreso monográfico de alta calidad, tanto en los aspectos seleccionados para el debate, como en las voces para debatirlos. También sabemos que en esta materia, como en tantas otras igual de delicadas, la batalla ha de librarse en el terreno de la educación, de la formación y de la sensibilización; por eso se ha editado una Guía Práctica para la Abogacía sobre los Delitos de Odio, la primera vez que desde el Consejo y su Fundación se pone en marcha una publicación de este tipo centrada específicamente en dichos delitos.

Y además de todo lo anterior, somos conscientes del “inmenso poder del ejemplo”, como con acierto sostiene Javier Gomá. Por eso tuvimos el inmenso honor de reconocer la labor y el compromiso con los Derechos Humanos de cuatro ejemplos admirables, los galardonados este año con nuestros Premios Derechos Humanos: Adela Cortina, la Unidad de Gestión de la Diversidad de la Policía Municipal de Madrid, Jon Sistiaga y Mercedes Jiménez.

Desde la ética, desde la policía local, desde la primera línea del frente de la comunicación o junto a los niños migrantes, se hace también un trabajo formidable para combatir los delitos de odio. Su ejemplo irradia una energía descomunal, siempre necesaria, frente a enemigos tan peligrosos, oscuros y despreciables como son el odio y todo lo que engendra.

Me niego a creer que el ser humano es incorregible. Me resisto a pensar que el odio sigue marcando el ritmo del mundo. Me rebelo frente a quienes creen que lo diferente, por el solo hecho de ser distinto, es sinónimo de amenaza, de provocación, de riesgo o de incertidumbre. Me niego, me resisto y me rebelo con todas mis fuerzas porque el odio nunca puede ser metrónomo de nada; nunca debería marcar nuestra agenda de problemas, que muchos y de otro tipo no le faltan al planeta. El odio, sencillamente, jamás debería salir del “fondo de la taberna” de la que hablaba Baudelaire en Las flores del mal, porque el mundo no tiene por qué soportar más su halitosis cargada de miedos, de intolerancia y de crispación.

El odio, como emoción, interfiere en la razón. Y como herramienta de desestabilización, obstaculiza la convivencia, aniquilando todos los porqués decidimos vivir juntos en comunidad, aceptándonos y tolerándonos con límites pactados. El odio aniquila el pacto, y nuestro pacto -el de la Abogacía y el de los demócratas- siempre va a estar con la suma, con el acuerdo, con el respeto y con la defensa de los derechos humanos. Digamos STOP ODIO, nos jugamos mucho.

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