La niebla se cuela entre las hileras de tiendas del campamento de refugiados de Idomeni. Se escucha un coro de toses infantiles que salen del interior de muchas de ellas y suenan las primeras cremalleras abriéndose. Empieza un nuevo día, casi idéntico al anterior.
Imán sostienen en sus brazos a su hijo más pequeño. Tiene fiebre y le llena la frente de besos como si con ellos pudiera bajarle un poco la temperatura. El día anterior hizo cola para que un médico pudiese verlo y le diera medicinas, pero las condiciones en las que viven no ayudan a que el pequeño se recupere.

Para cualquier cosa es necesario hacer cola: para recibir la ración de comida, para entrar al servicio, para una visita médica, para poder cargar el teléfono. Una cola y otra y otra…

Imán mira al resto de sus hijos que saltan y juegan sobre las vías de tren que rodean las tiendas donde sobreviven desde hace más de dos meses. Khaked tiene 10 años y un tesoro: una concha y una caracola que recogió en la playa de Lesbos. La familia llegó allí tras un viaje en el que los más pequeños no dejaron de llorar. Después cruzaron a Atenas y tras varios días en autobús, lograron llegar a Idomeni. Justo cuando la frontera cerraba y, con ello, las esperanzas de miles de familias como la suya. Pero el viaje empezó mucho antes, cuando las bombas cayeron sobre Aleppo y ya no tuvieron dónde vivir. Por eso los niños dibujan casas: grandes, pequeñas, rodeadas de árboles o de ríos. Casas a las que esperan volver mientras van perdiendo días de infancia entre los más de 50.000 refugiados que aguardan en Grecia a que los Gobiernos europeos respeten su derecho al asilo y puedan tener hogar, educación y un futuro lejos de la violencia.

La mirada de un niño:

^®Niños de Idomeni. Abril 2015 / Save The Children