En sus 15 años, los ojos de Sajad Al-Faraji han visto demasiadas veces el terror. En Basora, la ciudad en la que vivía en Irak, los atentados suicidas, las bombas y la muerte se han hecho tan cotidianos que ya no son noticia. Cuando las cosas se pusieron aún peor y su padre murió, su madre, Fátima, decidió salir del infierno. Les dijo a sus tres hijos que estaba dispuesta a morir en el mar y le hizo prometer a la mayor, Houda, que llevaría a sus hermanos a un país seguro en el que Sajad dejara de sentirse inferior.

Subieron a una barca hinchable con más personas de las que podía soportar.

Tenían que sentarse unos encima de otros, a sus hermanos y a su madre se les durmieron las piernas y pensaron que si caían al mar no podrían nadar. Él también pensó que podía morir, porque sus piernas nacieron dormidas. No encuentra palabras que expliquen lo que sintió en ese viaje. Después gastaron mucho dinero en unos billetes de tren, pero al subir vieron que no tenían asiento. Sajad estuvo horas interminables en el pasillo, en su silla de ruedas y con los equipajes de muchas personas encima de él.

Pasó por muchos países y vio cómo a sus gobernantes solo les preocupaban las cuotas. Números sin alma de personas a las que acoger o expulsar.

Ahora está en Austria, donde la familia ha pedido asilo.

Su madre está contenta porque dice que aquí los ciudadanos tienen sus derechos protegidos. Su hermana quiere ser traductora y le anima a estudiar para convertirse en alguien. Le dice que no debe ser prisionero de sus miedos y que debe aceptar su discapacidad. Le dice que debe dar gracias porque tiene una familia que le quiere y le apoya. Pero Sajad no tiene ningún sueño. Prefiere no tenerlo porque el futuro es un enigma.

La mirada de un niño:

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