Tener 13, 14 o 15 años puede ser muy peligroso en Somalia. Suleika sabía que muchos chicos de la edad de sus cuatro hijos mayores eran capturados por las milicias y obligados a combatir en uno de los muchos conflictos armados internos que se suceden en ese país. Muchos morían.
Pero una nueva guerra, o quizá la misma guerra eterna, y las matanzas diarias, la decidieron, después de un año de darle vueltas, a mandar a sus cuatro hijos adolescentes a Kenia con un conductor de camión. Era 2004. Les dijo que, si conseguían llegar, pidieran protección a Acnur y explicaran que corrían el riesgo de convertirse en niños soldado.
Y llegaron a Kenia y después a España, donde vivía una hermana de Suleika.
Tiempo después, también ella salió de Somalia con sus otros hijos, de cuatro, seis y ocho años. Vivieron en un campo de refugiados en la frontera y hasta allí viajó su hermana para traérselos a España.
Diez años después, con su estatus de refugiada, vive con cinco de sus hijos. Los pequeños estudian y los mayores buscan trabajo. A ellos también les pilló la crisis, claro. Otra de sus hijas está casada con un español y tiene dos niños que a Suleika la llenan de esperanza.
“Aquí no hay nadie que te ataque con una bomba, nos han salvado la vida, pero nos ha costado muchísimo adaptarnos. Quiero ver a mis hijos con una vida mejor que la que yo he tenido. Y no entiendo que se cierren las fronteras. Nadie arriesga su vida en el mar si no huye de un peligro grande. El mundo debe abrir las puertas y el corazón para ellos”, dice.
®Rocío Vila
Los textos “Yo acuso” han sido solicitados por el Consejo General de la Abogacía Española y se han asignado aleatoriamente
Huir de una guerra no es solo un camino que recorrer, sino un proceso transformador. Decenas de miles de mujeres a cargo de sus familias han desafiado al destino huyendo a través de peligrosas rutas, cruzando mares desconocidos o campando durante meses en desvencijados campos de acogida. Muchas de ellas no habían puesto un pie fuera de sus cocinas, casas o poblados. Empujadas por el instinto de protección hacia sus retoños, han hecho de tripas corazón lanzándose en un periplo de miles de kilómetros cargados de desencuentros y superación. En su camino han desafiado tradiciones – como compartir campos o barcazas con hombres-; roles sociales, como negociar su futuro directamente con traficantes, y resuelto una miríada de obstáculos para llegar a buen puerto.
La Suleika que dejó atrás las costas somalíes no es la misma que arribó a España. La gran mayoría de refugiados añoran regresar un día a su país en paz, y cuando lo hagan, habrán de transformar profundamente sus sociedades de origen.
Natalia Sancha, periodista freelance