Las bombas destruyeron su casa y todas las de alrededor en Damasco (Siria) después de siete días de terror en los que tenían miedo incluso de dormir. Zeinab y sus cuatro hijos pagaron mucho dinero a contrabandistas para que los llevaran al otro lado de la frontera, en Izmir (Turquía). Tardaron cinco días en llegar. Después, una lancha cargada con 70 personas, en la que creyeron morir cuando el motor se detuvo en mitad de la noche, los llevó hasta el campo de refugiados de Moira, en Lesbos.
Gastaron casi 3.000 euros en unos pasajes de ferry hasta Atenas y unos billetes de autobús que debían llevarlos hasta Idomeni, en la frontera con Macedonia. Su objetivo era llegar a Alemania, donde les espera el padre de familia. Pero ese autobús nunca llegó. Ya no les queda nada: ni dinero, ni pendientes, ni anillos, pero sonríen porque están vivos. Y agradecen a Dios seguir juntos.
Los gobiernos europeos les respondieron el 8 de marzo cerrando totalmente las fronteras y ellos, junto con los vecinos con los que viajan y miles de personas más, han quedado atrapados en el sucio y maloliente recinto de una terminal de transbordadores de El Pireo, el principal puerto de Atenas, Europa.
Los niños pasan el tiempo jugando al balón o dibujando corazones y princesas. Y sonríen y gastan bromas. Aunque, de pronto, los ojos azules de Sham, la pequeña, de seis años, se llenan de lágrimas. Echa de menos a su abuela, que se ha quedado en Siria. Zeinab, su madre la abraza y derrama también algunas lágrimas. No tienen ni un lugar en el que descansar.
®Carla, 7 años
Los textos “Yo acuso” han sido solicitados por el Consejo General de la Abogacía Española y se han repartido aleatoriamente
No te das cuenta de que en una maleta entra toda tu vida hasta que no tienes que salir huyendo de tu casa. Los refugiados no van cargados. Apenas una maleta por persona. Lo suficiente para andar muchos kilómetros, a veces sorteando a los que te quieren exterminar. Lo justo para cruzar alambradas o echarte al mar en un buque patera. Lo necesario para subirte a un tren y atravesar de noche otra frontera. Toda una vida en una maleta porque cuando lo que tienes que salvar es tu vida y la de los tuyos, todo sobra. Un par de mudas, algo de ropa para la lluvia o el frío, tus documentos, dinero suelto o joyas para negociar, y las llaves de tu casa por si algún día vuelves. He estado en los hogares que abandonan muchos refugiados y todos se parecen. Lúgubres espacios donde la cena suele estar puesta y enmohecida en la cocina. Fotos de una boda o del primer día de colegio de los niños, llenas de polvo y tiradas sobre un aparador. Una televisión moribunda. Suciedad. Camas revueltas y cajones abiertos por los milicianos o soldados que los hicieron huir. Siempre es igual. En Irak, en Siria, en Palestina, en Ruanda, en Kosovo, en Colombia. Al huido solo le queda su vida, su nombre y su dignidad. Detrás deja su historia y su pasado. Al refugiado solo le queda encontrar asilo y bondad, o seguir huyendo. Con su maleta, con su vida a cuestas…
Jon Sistiaga, periodista